jueves, julio 02, 2015

La gran huelga que cambió Gran Bretaña

Nada es lo mismo en el Reino Unido desde el paro minero de 1984 que, aunque derrotado, ejemplifica qué es y qué fue este país.

Reporteros, cámaras y fotógrafos los esperaban a la entrada de sus trabajos para inmortalizar el gesto de la derrota. 52 semanas después, los trabajadores británicos del carbón hacían cola a la puerta de sus minas tras una de las mayores huelgas jamás vistas. Regresaban de una lucha titánica que había dejado atrás 11.000 arrestos, tres muertes y, por lo que parecía, unos claros derrotados: ellos mismos. Ninguna de sus exigencias había sido aceptada y, a la postre, el fin de esta huelga de 1984-85 significó la decadencia de unos sindicatos que vieron descender su influencia enormemente, reduciéndose sus afiliados casi a la mitad en 35 años años (del 79 al 2004). El potente movimiento obrero británico comenzaba su larga cuesta abajo. Aunque de esto último, en aquellas largas filas, los mineros aún no sabían nada. Para ellos solo había sido una batalla más, la guerra aún no había finalizado.
En ese 5 de marzo de 1985 las mieles de la victoria (o lo que se quiso ver como una victoria) eran para otros. En los periódicos se ensalzaba la determinación del gobierno conservador, personalizada en su líder y primera ministra, una Margaret Thatcher que se apuntaba una mención especial en su infame curriculum de Dama de Hierro, al no ceder ni un milímetro ante la resistencia minera. El fanatismo neoliberal cosechaba su primera gran victoria de muchas y la gran mayoría de los medios británicos, con Rupert Murdoch a la cabeza, lo celebraban.
Pero es en las palabras del por aquel entonces obispo de Durham, David Edward Jenkins, en donde encontramos una pizca de visión no oficialista que no fue ofrecida por los medios en su momento. Conocido por su oposición a las políticas de Thatcher, Jenkins afirmaba que lo ocurrido durante aquel año no significaba únicamente la derrota de los mineros, sino también del gobierno de los conservadores y del país en general. Y el tiempo ha terminado por demostrar que, sino una derrota, los acontecimientos de 1984 explican el cambio entre lo que Gran Bretaña era y lo que actualmente es.

Las 52 semanas

En marzo de 1984 el Consejo Nacional para el Carbón (NCB, en sus siglas en inglés), el organismo público encargado de la gestión de las minas británicas, nacionalizadas desde 1947, anuncia el cierre de 20 de ellas, con la subsecuente pérdida de 20.000 puestos de trabajo. La maquinaria sindicalista se pone en marcha y la Unión Nacional de Mineros (NUM) llama a la huelga el 12 de marzo de 1984.
Liderados por su presidente Arthur Scargill, una especie de némesis de Margaret Thatcher en esta historia, la unión minera volvía a convocar un paro general tras más de diez años. La fuerza de este sindicato era innegable: una década antes, otra huelga del carbón había sido una de las principales razones que tumbaron el gobierno torie de Edward Heath. Pero eso no volvería a ocurrir.
Desde el comienzo de la huelga, la NUM arrastró un peso que la lastró día tras día: el no haber organizado una votación nacional que llamase al paro indefinido, el cual había sido convocado por la ejecutiva nacional. Ese, junto a la violencia de los piquetes, fue el principal filón por el que el partido conservador y los medios afines mellaron a la Unión durante los primeros meses. Además, patronal y gobierno pusieron en marcha todas sus fichas. Mientras los primeros regalaban cestas de Navidad a las familias de los mineros que regresaran al trabajo, el gobierno, haciendo valer una ley de 1980, negaba las ayudas del estado a los huelguistas y a todos aquellos que dependieran de ellos (hijos o mujeres sin trabajo).
En una disputa que cada vez se ponía más cuesta arriba para los mineros, el 30 de noviembre de 1984 un trágico hecho sacude a todo el país. Un taxista de Cardiff, que transportaba hacia su trabajo a un minero que no secundaba la huelga, fallece tras ser aplastado por una piedra. Ese bloque de cemento de medio metro, lanzado por dos trabajadores en huelga, fue un peso que la NUM nunca pudo levantar. El partido laborista y la TUC, la mayor unión sindical, que mostraran un tibio apoyo a la huelga hasta el momento, condenaron enérgicamente el incidente y, en una vasta generalización, los métodos de la NUM. La disputa quedó sentenciada y los cuatro meses restantes solo vieron un descenso del número de huelguistas y de apoyos entre la sociedad. El 5 de marzo Arthur Scargill anuncia una vuelta al trabajo sin condiciones. Las 52 semanas de la gran huelga habían terminado.

Una nueva Gran Bretaña

La huelga minera del 84 ejemplifica el cambio sufrido por todo el Reino Unido a comienzos de esa década. Los poderosos sindicatos languidecieron en un país que emprendía su camino del industrialismo a la economía financiera. Las comarcas del norte de Inglaterra y del sur de Gales, el motor de aquel país, sufrieron durante años la conversión industrial que dejó tras de sí un reguero de pueblos olvidados y ciudades grises, de comunidades que habían perdido para siempre su fuente de vida. 1984 acabó por trazar esa raya entre el norte pobre y el boyante sur, representado por la City, el centro financiero de Londres. Algo que los aficionados sureños de fútbol se encargaron durante años de recordar a sus vecinos, cuando los recibían a su llegada ondeando billetes de cinco y diez libras.
Todo ha cambiado en Gran Bretaña desde los 80. Los conservadores siguen aún a día de hoy pagando su particular factura de sus políticas de esos años. En las antiguas ciudades industriales del norte y del centro de Inglaterra el partido de David Cameron consigue tan sólo un 16% de los escaños en juego y en el ayuntamiento de Liverpool son los séptimos más votados (detrás de, por ejemplo, Los Verdes, el Sindicato Unionista y Socialista y de un candidato independiente). Y qué decir de las celebraciones con champán que, paralelamente al funeral de estado, se llevaban a cabo en las antiguas regiones mineras el día de la muerte de Margaret Thatcher, la enemiga por excelencia de la clase obrera.
Los laboristas, por su parte, después de su dubitativo apoyo a la huelga del 84, abandonaron en 1995 su romántica Cláusula IV, aquella que garantizaba “la propiedad común de los medios de producción, distribución e intercambio…”. Ese fue el comienzo del Nuevo Laborismo de Tony Blair y de la senda que ha llevado a los hoy dirigidos por Ed Miliband a lo que son, un ente indefinido que, como todos los supuestos partidos socialdemócratas europeos, no encuentra una respuesta firme a la situación actual. Un eterno quiero y no puedo del que no parecen poder (o querer) salir.
Definitivamente, ya queda menos de aquella Gran Bretaña urbana y obrera, de mods y rockers, de skins y punks, de reggae, ska y toda expresión callejera que uno se pudiera imaginar. Ahora, como ejemplo de lo que es y de lo que fue, uno se puede encontrar viajes turísticos por las preciosas y abandonadas minas de carbón del sur de Gales. Una extraña forma de conservar, aunque sea embalsamado, una pizca de ese espíritu, ese que irradiaba de las largas colas de mineros en la mañana del 5 de marzo de 1985.