elmercurio.com | Santiago de Chile. Ju 21/4/2016
Álvaro Fischer: "Pero también hay otros bienes privados y públicos que son mejor cautelados por Uber: los objetos dejados inadvertidamente por el pasajero en el automóvil son fácilmente rescatables, pues el chofer está plenamente identificado por el pasajero y por la empresa; el pago se hace con una tarjeta de crédito..."
El debate sobre Uber es importante no porque haya dudas sobre si su servicio es mejor que el de los taxis tradicionales. No. De eso no caben dudas. La preferencia de los usuarios y las protestas de los taxis tradicionales así lo revelan. Es importante, porque en la actuación del Ministerio de Transportes y Telecomunicaciones frente al tema hay implícito un rol del Estado que tiene negativos efectos en la construcción de una sociedad libre.
El ministerio exige a Uber regulaciones similares a las aplicables a los taxis tradicionales, fundado en la supuesta necesidad de proteger al público del desamparo que este enfrentaría cuando pacta un traslado en automóvil a través de su plataforma. Esa concepción del Estado supone que las personas no están en condiciones de negociar descentralizadamente una transacción de mutuo beneficio como la que ocurre entre un pasajero y algún chofer de Uber, y requieren que este asegure que en esa transacción no se produzcan perjuicios. Bajo esa mirada, las personas no tendrían la capacidad para hacerse responsables de sus decisiones. Sus actos requerirían estar bajo el escrutinio del Estado, el que se constituiría así en su guardián protector, trasladando a su propia esfera la responsabilidad de las decisiones con que estas conducen sus vidas.
Pero el Estado es solo una construcción abstracta e impersonal, que actúa a través de una maquinaria burocrática, cuyas decisiones son finalmente tomadas por personas que tienen sus propios intereses y prejuicios. Cuando el Estado carga con la responsabilidad de las actuaciones de sus ciudadanos, la postura intencional con que las personas se conducen se distorsiona, y el entramado de interacciones sociales que construye la vida en sociedad se atrofia y empobrece. Con ello se afecta la creación de riqueza, material y espiritual; se disminuye la calidad de vida de sus miembros, y se aleja la posibilidad de que estos logren satisfacer sus anhelos y aspiraciones.
Esto no significa rechazar la importancia del Estado en las sociedades modernas. Ciertamente, cuando la fe pública está involucrada, este debe cautelarla, regulando el espacio de interacciones posibles. Asimismo, el Estado maneja toda una indispensable institucionalidad legal y penal que regula el ámbito admisible de conductas de las personas. Pero cuando pretende transformarse en el garante de todo, el resultado es el colapso de la responsabilidad individual.
En el caso de Uber, el interés de la empresa en su negocio cautela una serie de aspectos que el Estado, por más que redacte regulaciones, no ha sido capaz de cautelar. Los automóviles Uber son en general más nuevos, mejor presentados y más limpios que los taxis tradicionales, no porque el Ministerio de Transportes se lo exija, sino porque a Uber le conviene que así sea para mantener y expandir su base de clientes; la tarifa que cobra es calculada conforme al recorrido, medido de manera precisa y difícilmente adulterable, pues queda grabada en un mapa digital para revisión del pasajero, mientras que el Ministerio no es capaz de detectar la no despreciable probabilidad de que el taxímetro de un taxi tradicional haya sido adulterado; el nombre, foto y celular del chofer, y las características del automóvil, están a disposición del pasajero desde que este acepta la propuesta de traslado, lo que contrasta con la anonimidad del taxi tradicional y la incapacidad del Ministerio de otorgarle esa información al pasajero; el sistema de calificación incentiva al chofer Uber a esmerarse en su atención, pues Uber descarta a los choferes mal evaluados, y además, los pasajeros son veraces en su apreciación, pues desean que los buenos choferes sigan en el sistema; por su parte, por más que regule, el Ministerio no da información alguna al pasajero respecto de los riesgos que corre al subirse a un taxi tradicional.
Pero también hay otros bienes privados y públicos que son mejor cautelados por Uber: los objetos dejados inadvertidamente por el pasajero en el automóvil son fácilmente rescatables, pues el chofer está plenamente identificado por el pasajero y por la empresa; el pago se hace con una tarjeta de crédito, evitando todos los problemas que conlleva el uso de billetes; el pasajero llama al automóvil desde su oficina o domicilio, esperándolo ahí, ahorrándose tiempo y molestias; finalmente, para el SII es trivial pedir a Uber que le entregue los ingresos de cada chofer para asegurarse su pago de impuestos, e incluso exigirle que le retenga un Pago Provisional Mensual si fuera necesario.
Así, en este caso, el afán de lucro y la tecnología de un actor privado como Uber cautelan mejor que las regulaciones estatales el buen funcionamiento de su servicio. Para el futuro de una sociedad libre, es muy importante el resultado del debate en curso.
Álvaro Fischer Abeliuk
El ministerio exige a Uber regulaciones similares a las aplicables a los taxis tradicionales, fundado en la supuesta necesidad de proteger al público del desamparo que este enfrentaría cuando pacta un traslado en automóvil a través de su plataforma. Esa concepción del Estado supone que las personas no están en condiciones de negociar descentralizadamente una transacción de mutuo beneficio como la que ocurre entre un pasajero y algún chofer de Uber, y requieren que este asegure que en esa transacción no se produzcan perjuicios. Bajo esa mirada, las personas no tendrían la capacidad para hacerse responsables de sus decisiones. Sus actos requerirían estar bajo el escrutinio del Estado, el que se constituiría así en su guardián protector, trasladando a su propia esfera la responsabilidad de las decisiones con que estas conducen sus vidas.
Pero el Estado es solo una construcción abstracta e impersonal, que actúa a través de una maquinaria burocrática, cuyas decisiones son finalmente tomadas por personas que tienen sus propios intereses y prejuicios. Cuando el Estado carga con la responsabilidad de las actuaciones de sus ciudadanos, la postura intencional con que las personas se conducen se distorsiona, y el entramado de interacciones sociales que construye la vida en sociedad se atrofia y empobrece. Con ello se afecta la creación de riqueza, material y espiritual; se disminuye la calidad de vida de sus miembros, y se aleja la posibilidad de que estos logren satisfacer sus anhelos y aspiraciones.
Esto no significa rechazar la importancia del Estado en las sociedades modernas. Ciertamente, cuando la fe pública está involucrada, este debe cautelarla, regulando el espacio de interacciones posibles. Asimismo, el Estado maneja toda una indispensable institucionalidad legal y penal que regula el ámbito admisible de conductas de las personas. Pero cuando pretende transformarse en el garante de todo, el resultado es el colapso de la responsabilidad individual.
En el caso de Uber, el interés de la empresa en su negocio cautela una serie de aspectos que el Estado, por más que redacte regulaciones, no ha sido capaz de cautelar. Los automóviles Uber son en general más nuevos, mejor presentados y más limpios que los taxis tradicionales, no porque el Ministerio de Transportes se lo exija, sino porque a Uber le conviene que así sea para mantener y expandir su base de clientes; la tarifa que cobra es calculada conforme al recorrido, medido de manera precisa y difícilmente adulterable, pues queda grabada en un mapa digital para revisión del pasajero, mientras que el Ministerio no es capaz de detectar la no despreciable probabilidad de que el taxímetro de un taxi tradicional haya sido adulterado; el nombre, foto y celular del chofer, y las características del automóvil, están a disposición del pasajero desde que este acepta la propuesta de traslado, lo que contrasta con la anonimidad del taxi tradicional y la incapacidad del Ministerio de otorgarle esa información al pasajero; el sistema de calificación incentiva al chofer Uber a esmerarse en su atención, pues Uber descarta a los choferes mal evaluados, y además, los pasajeros son veraces en su apreciación, pues desean que los buenos choferes sigan en el sistema; por su parte, por más que regule, el Ministerio no da información alguna al pasajero respecto de los riesgos que corre al subirse a un taxi tradicional.
Pero también hay otros bienes privados y públicos que son mejor cautelados por Uber: los objetos dejados inadvertidamente por el pasajero en el automóvil son fácilmente rescatables, pues el chofer está plenamente identificado por el pasajero y por la empresa; el pago se hace con una tarjeta de crédito, evitando todos los problemas que conlleva el uso de billetes; el pasajero llama al automóvil desde su oficina o domicilio, esperándolo ahí, ahorrándose tiempo y molestias; finalmente, para el SII es trivial pedir a Uber que le entregue los ingresos de cada chofer para asegurarse su pago de impuestos, e incluso exigirle que le retenga un Pago Provisional Mensual si fuera necesario.
Así, en este caso, el afán de lucro y la tecnología de un actor privado como Uber cautelan mejor que las regulaciones estatales el buen funcionamiento de su servicio. Para el futuro de una sociedad libre, es muy importante el resultado del debate en curso.
Álvaro Fischer Abeliuk
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