jueves, agosto 23, 2018

Museo de la Memoria y Arturo Fontaine

Arturo Fontaine: “Cualquiera que se dé una vuelta por el Museo de la Memoria entiende qué significa perder la democracia”


Ya en enero de 2010, cuando se abrieron las puertas del Museo de la Memoria –cuyo directorio integra hasta hoy–, Fontaine publicó una columna en El Mercurio explicando por qué el quiebre político no podía ser parte de su guión. Por lo visto, no convenció a todos los lectores. Acá lo intenta de nuevo echando mano a una considerable variedad de argumentos, no tan preocupado de la suerte del Museo –se va a imponer de todos modos, asegura– como de ilustrar qué se juega la sociedad en esta discusión. El contexto histórico le importa y cree que una parte de la izquierda clausura por temor ese debate, pero le parecería “una fatalidad” que el anunciado Museo de la Democracia tuviera por objetivo contrarrestar al de la Memoria. También habla de sus conversaciones con victimarios de la dictadura y defiende su propuesta de retomar –con las reformas del caso– la Constitución de 1925, pues la actual “siempre va a tener el pecado original de su fundación”.

¿Han sido buenos o malos días para el Museo de la Memoria?
–Sumando y restando, diría que esto fue positivo. Creo que el intento de desestabilizar al Museo, afortunadamente, lo fortaleció. Hoy es visto como un símbolo que crea afectos y esos afectos se sintieron.
Pero enterarnos de que un ministro de Cultura podía despreciarlo de esa manera, no fue tan buena noticia.
–Es que el ataque de Mauricio Rojas fue tan injusto, tan descomedido, tan desprovisto de argumentos, que dejó una sensación mucho más radical, creo yo, de lo que él mismo quiso expresar. Porque se entendió que estaba negando la veracidad de los hechos que el Museo documenta. Y entiendo que su madre estuvo en Villa Grimaldi, así que eso no parece plausible. Pero el ataque fue tan frontal, tan burdo, que se entendió de esa manera.
Pero más allá de Rojas, hemos visto crecer la antipatía por el Museo justamente en el sector político al que más importaría implicar en la reflexión que propone.
–Eso es muy cierto. Y lograr que esto sea visto como un patrimonio de todos los chilenos ha sido difícil desde el comienzo. Cuando recién se fundaba el Museo, yo escribí un artículo en respuesta a tres o cuatro columnas que había habido en contra, y la discusión era exactamente la misma.
Que falta el contexto histórico…
–Claro. Y el contexto, para mí, es un tema relevante. Acusar que toda apelación al contexto supone una justificación vergonzosa, es como decir “yo condeno las atrocidades que hicieron las FARC pero me niego a entender qué los movía”, “condeno el Gulag pero me niego a entender por qué pasó”. Y por qué dejó de pasar, que es igual de importante. Pero son dos niveles distintos y el Museo como tal no puede abordar el contexto. Puede sembrar preguntas sobre el contexto, y pienso que es parte de su tarea, pero preguntas que hay que responder fuera del Museo.
La crítica de la derecha es que mostrar los hechos sin perspectiva histórica no genera conciencia sobre el cuidado de la democracia.
–Yo creo que cualquiera que se dé una vuelta por el Museo entiende qué significa perder la democracia. Y el Museo cumple su función, entre otras cosas, si graba en la mente de quienes por ahí pasan una serie de mandamientos que comienzan por un “no”. Una serie de prohibiciones que se tienden como un cerco en torno a la acción del Estado y dejan ciertas prácticas absolutamente vedadas: las ejecuciones sumarias, las detenciones sin habeas corpus –que permiten la tortura–, etc. Y esos derechos son precisamente el corazón de la democracia, el núcleo duro de aquello que protege. Si tú lees “El federalista”, el texto fundacional de la democracia estadounidense, vas a ver que todo el propósito, muy basado en Montesquieu, en Locke, en Hume, es impedir el abuso de poder. En otras palabras, todo ese complejo mecanismo institucional está pensado para evitar lo que se muestra en el Museo de la Memoria. Entonces, cuando el Museo pone al final “Nunca más”, ¿cuál es la reflexión? Sin democracia, esto es lo que ocurre.
Es curioso que la traición al espectador, para Rojas, sea “dejarlo atónito, impedirle razonar”. Es dejarte atónito para hacerte razonar, ¿no?
–¡Pero lógico! El shock emocional que tú recibes te hace pensar de dónde surge todo esto, cómo es posible que esto ocurra… eso es lo que le sucede a una persona normal, digamos.
“El horror de la crueldad me inclina más a la clemencia que cualquier ejemplo de clemencia”, decía Montaigne.
–Qué buena frase, eso es. Y hacernos testigos de ese horror, aprender de él, también tiene que ver, en un nivel más profundo, con la posibilidad de que el dolor cobre un sentido. De ahí los versos de Óscar Hahn que pusimos en el Museo: “Un día la picota que excava la tierra / choca con algo duro: no es roca ni diamante / es una tibia un fémur unas cuantas costillas / una mandíbula que alguna vez habló / y ahora vuelve a hablar”. Y ahora vuelve a hablar… Yo creo que esa es la fuerza del Museo y por eso irrita también, pero debe irritar. Está pensado para producir un cierto shock en personas que no quieren ver eso. Se trata de hacernos cargo, al final, de que el instinto de agresión, de crueldad incluso, está en el ser humano. De que la civilización funciona en parte sobre la base de reprimir esa pulsión agresiva “que nunca va a desaparecer”, como le dijo Freud a Einstein. Y que entonces la institución importa, porque es el freno que tenemos. Esa es la reflexión que el Museo nos pone por delante y no está reñida con la del contexto, pero en un cierto sentido la excede. Porque cuando vuelva el riesgo de que esto se repita, el contexto va a ser cualquier otro. Lo que va a hacer la diferencia es qué institucionalidad tenemos y cuánto la cuidamos.
¿Entonces por qué se entiende el Museo como una manipulación orwelliana de la ciudadanía?
–Porque al no comprender que el Museo no puede abordar el contexto histórico, se infiere que lo desprecia. Y no es así. Pero mira, al final el Museo se va a imponer. La derecha tiene que procesar esto y ver cómo hace presente su visión histórica.
Crear un Museo de la Democracia para explicar por qué hiciste un golpe de Estado, parece una fórmula arriesgada.
–Si es para dar cuenta de eso, tendría que ser un museo privado, no público. Pero si te refieres al museo que anunció Piñera, entiendo que la idea es abarcar la historia de la democracia chilena con amplitud. Y esa idea sí me parece interesante, pero difícil de materializar. ¿Cómo ser justos con tantas visiones de la historia? Sobre los años previos al Golpe, hay relatos demasiado contradictorios como para armar alguna polifonía. El libro más profundo que yo creo haber leído sobre el tema es el de Joaquín Fermandois, “La revolución inconclusa”, pero obviamente su visión no es de consenso. “La batalla de Chile”, de Patricio Guzmán, es un documental extraordinario, pero te da una visión distinta a la de Fermandois. Y después, ¿cómo evitar que el museo se transforme en un campo de batalla por el lugar que cada cual ocupó en la transición? Incluso sobre épocas anteriores, que despiertan menos pasiones, los historiadores tampoco están de acuerdo. Y otro problema mayúsculo es evitar que ese museo parezca tener la finalidad de contrarrestar al Museo de la Memoria.
¿No es un poco evidente que nace desde esa inquietud?
–Si se trata de eso, es una fatalidad y está destinado a fracasar. Pero no lo ha planteado así Piñera y yo quiero creer que no es eso.
Pero hablando más en general, la apelación de la derecha a la comprensión de la historia sí se ha presentado como un contrapeso al Museo de la Memoria.
–¡Es que eso es un error! Son cosas que están en dos planos distintos, y ninguno es prescindible si nos interesa tratar de evitar que esa historia se repita. O sea, tratar de comprender cómo llegamos al 11 de septiembre les tiene que interesar a todos, no sólo a la derecha. A mí ambos miedos –a enfrentar la memoria y a revisar la historia– me parecen sospechosos. Y te digo más: una de las razones por las que a mí el contexto me importa, es que muchas de esas personas murieron porque tenían ciertas ideas, estaban luchando por ellas. Al suprimir ese factor, siento yo, de alguna manera les estás quitando la motivación que los puso en ese lugar de la historia, la razón por la cual fueron perseguidos y por la que algunos de ellos tomaron riesgos conscientemente. Eso a mí me da hartas vueltas: al suprimir la reflexión histórica desfiguras un poco esas vidas. Y así como hay una derecha que quiere borronear la memoria, creo que hay una izquierda que quiere omitir la historia, que tiene miedo de entender.
¿Por qué tendría ese miedo?
–Porque implica el riesgo de verse obligado a revisar posiciones. Por eso celebro lo que hizo Gabriel Boric, al pedirle a la izquierda que extienda su compromiso con los derechos humanos a lo que ocurre en Cuba, en Venezuela o Nicaragua. ¿Y por qué lo dice? Porque sabe que en la izquierda no hay consecuencia en esto. Que todavía hay dictaduras buenas, supresiones de la libertad que se justifican, sistemas políticos que permiten violar los derechos humanos y que se justifican. Ese doble criterio hay que examinarlo, ¿por qué no?
¿Y crees que la derecha, íntimamente, ya dejó de sentir que la palabra democracia quiere más a la izquierda?
–Creo que ha habido una evolución y que eso es sin duda lo que va a primar. Porque las actitudes antidemocráticas están muy basadas en la desconfianza, en el temor mutuo, y eso se ha ido desvaneciendo. Ese fenómeno se menciona poco, a propósito de la reflexión histórica.
¿Cuál?
–Que las rupturas tan profundas, como la que hubo en Chile, se empiezan a incubar cuando se produce una radical desconfianza en lo que dice el otro: la información que tú me des, yo la descarto, porque asumo que es un instrumento político. Y tú haces lo mismo conmigo. Esa dinámica es muy difícil de entender ex post, pero es decisiva para que en nuestra relación se empiece a instalar, lentamente, por aquí y por allá, la imagen de un quiebre total. El año 97, o por ahí, yo hice un libro con Miguel González que se llamó “Los mil días de Allende”. Son más de 1600 páginas de recortes de prensa, caricaturas y ensayos políticos de la época. Y lo que emerge de ahí es que todo el proceso fue vivido desde perspectivas absolutamente contradictorias. Incluso al informar sobre un mismo hecho, los distintos sectores parecían dar cuenta de realidades paralelas.
EN EL MISMO SACO
Daniel Platovsky, en su defensa del Museo, dijo que se reconocía como un “cómplice pasivo”. ¿La derecha completa de esos años tendría que cargar con ese rótulo si buscara su lugar en esa memoria?
–Creo que no es así. Hay que ser justos: así como hubo una derecha que fue completamente ciega –y hay una que todavía lo sigue siendo–, también hubo gente que hizo esfuerzos, dentro de lo que pudo, para que la dictadura se autolimitara. A esa gente no la pondría en el mismo saco, y aun entre esos dos grupos caben muchos matices. Tirar una frase general que deje a una gran parte de la derecha fuera del juego, no creo que sea muy fructífero. Entre otras cosas, porque la gente evoluciona. Así como mucha de la gente de izquierda que se reía de los “derechos burgueses”, o que justificaba la guerrilla en tiempos de Frei Montalva porque esa era una dictadura de clase, cambió su pensamiento, mucha gente de derecha ha cambiado el suyo. Y habrá algunos que quieren usar lo del contexto para echarle agua a la sopa, pero hay muchos que quieren contribuir en serio a que esa experiencia nos ayude a pensarnos como país.
¿Crees que Piñera sacrificó a Rojas por convicción o por obligación?
–La verdad, no sé. Pero supongo que para él, que tiene una buena trayectoria en este tema y le importa, debe haber sido muy incómodo todo esto. Porque además, toda la gracia de la figura de Rojas era representar justamente lo contrario.
¿Y lo de Ampuero no es incómodo? Fue menos pasional, pero dijo que este es “el museo de la mala memoria”.
–Mala frase po, está equivocado ahí Ampuero. Ahora, la diferencia es que el Museo no está bajo su esfera de influencia.
Pero Piñera quiere ser, en América Latina, un referente de los derechos humanos desde la centroderecha. ¿Esto le quita piso?
–No creo que llegue a tanto, pero sin duda es un paso atrás. Piñera había avanzado mucho en esa línea y de repente se encuentra con esto… Claro, no es favorable.
El día que Ampuero quiera criticar a Maduro, Maduro ya tiene la respuesta.
–Le van a echar esto en cara, exactamente. Aquí ha habido un paso atrás en ese sentido. Y es curioso, porque Ampuero vivió lo que es la falta de derechos, él mismo se ha preocupado de relatar su experiencia en Cuba.
¿De dónde viene la debilidad de la derecha por el revolucionario converso?
–No, si eso ha pasado siempre, no es una debilidad de la derecha. Es la sensación de beneplácito de verte confirmado en lo que tú piensas. Cuando alguien se viene para tu lado, tú dices “ah, entonces yo estoy viendo la cosa como es, en base a razones y no por tradición ni por interés”.
Y viéndolo al revés, ¿el drama de la derecha con el Museo de la Memoria será, en el fondo, que no quieren verse expuestos a tener que renegar de la dictadura?
–Sí, es posible que eso sea parte de la dificultad. Salir de un lugar ideológico siempre es difícil. Pero la verdad a veces es dura y hay que enfrentarla. Y aquí digo “la verdad” porque lo que muestra el Museo no es, como alguna gente cree, una memoria emotiva basada en recuerdos personales. No, aquí hay investigaciones históricas muy acuciosas, los hechos que están ahí son reales, no son montajes. Los 3325 muertos son una realidad objetiva. Y eso hay que verlo, pero tampoco es que haya que ahogarse en el pasado. Philip Roth tiene razón cuando dice “remember to forget”, porque parte de la salud es olvidar también. Obviamente, lo que ocurrió aquí no se puede olvidar, pero en el mundo hay muchos debates intelectuales sobre cómo debieran tratar las sociedades estas cargas de memoria.
Javier Cercas dice que la izquierda española, al sacralizar su memoria, empezó a fabularla.
–Y ese no es el único riesgo. Tzvetan Todorov, que es una autoridad indiscutible en este tema, advertía que la memoria también puede ser usada para “designios oscuros”. Y cuando fue al museo de la ESMA en Buenos Aires echó de menos el contexto, lo cual confirma que esa inquietud no es trivial. David Rieff tiene todo un ataque a la idea de la memoria, sostiene que produce rencores y odios, que atiza los conflictos. Sería el caso de Irlanda, de Bosnia –él reporteó esa guerra– o del conflicto Israel-Palestina. Pero no siempre es así, ese es el punto. Es un riesgo, pero yo creo que en el caso chileno hay que tomar ese riesgo para subrayar la importancia de estos derechos básicos.
Acusando un mal uso de la memoria, Alfredo Jocelyn-Holt escribió el sábado que no deberíamos financiar un museo que “causa evidentes problemas de convivencia nacional”, y que “tratándose de una capilla ardiente, animita o altar de la memoria de deudos que no toleran crítica alguna, no es descartable que estemos subsidiando además el sectarismo”.
–Eso lo escribió Alfredo… Bueno, Alfredo desde el comienzo estuvo en contra del Museo. Por razones de enfoque histórico, en ningún caso por negar los hechos. Pero no, esto no es una capilla privada financiada con fondos públicos para alimentar la emocionalidad de un grupo de deudos. Esto es exponer lo que se desató en Chile, un país de antigua tradición democrática donde se creía que esto no podía pasar, cuando desapareció la democracia y con ella los derechos. Y si nos interesa la perspectiva histórica, esta cuestión no puede ser más profunda. Fíjate que cuando hablamos de los derechos que el Museo subraya, podemos decir que son de raigambre liberal, pero la verdad que hunden sus raíces muy, muy atrás, en las tradiciones más antiguas de la ley natural. Esto está incluso en Sófocles, cuando Antígona dice algo maravilloso: “las leyes no escritas e inmutables de los dioses, no son de hoy ni de ayer, sino de siempre, y nadie sabe cuándo aparecieron”.
LA TRAICIÓN
En 2010, el mismo año que se creó el Museo, publicaste la novela “La vida doble”, cuya protagonista es una combatiente de izquierda que se convierte en agente de la DINA después de ser torturada hasta el cansancio. Ahí te metiste bien a fondo en lo más brutal de esa violencia.
–Sí, estuve varios años metido en eso, leyendo mucha documentación, tratando de imaginar el horror y hablando con personas que lo vivieron. Lo que intenté fue acercarme a la experiencia subjetiva, incierta, caótica del dolor mientras está ocurriendo. No desde el relato que se reconstruye después, sino cuando la persona está ahí, con la vista vendada, sin saber bien dónde está, ni cuánta gente hay…
¿No tenías miedo de equivocarte, de que alguna víctima te dijera “te pusiste a inventar cosas que no son”?
–Es curioso, pero estaba bastante confiado de que había dado con algo real. Y aunque las críticas a la novela fueron generosas, lejos lo más reconfortante para mí fue recibir llamados de personas a las que no conocía, parientes de víctimas de violencia. Una mujer, por ejemplo, me contó que su marido, que por más de 30 años se había negado a hablar de su experiencia, se puso a leer la novela porque alguien la dejó en su casa y por primera vez habló y lloró. Un grupo de mujeres que estuvieron en Villa Grimaldi me contaron que se habían juntado a comer para comentarla… Hay gente que me dijo “esto está más cerca de lo que viví de lo que yo mismo he contado”. Y eso sucede justamente por el contacto inmediato con la subjetividad que te da la literatura, no es que sea un gran mérito mío. Porque todo el reporteo que uno pueda hacer te orienta, te da las pistas, pero al final es el esfuerzo de imaginación lo que permite hacer estas reconstrucciones. Y es misterioso cómo se llega a eso… Hoy ya no sé si podría hacerlo.
¿Pero hubieras podido escribir eso mismo sin hablar con gente que fue víctima?
–Supongo que no. Pero lo que más recogí de esas conversaciones, para la novela, fueron gestos: un silencio, una mano que cubre un ojo, algo que te iban a decir y al final no te dicen. Lo desafiante era cómo rellenar esos vacíos, porque si una novela podía aportar algo al proceso de reconstrucción de memoria, tenía que ser por ese lado. Por eso tenía terror de terminar copiando escenas de películas. Y también hablé con victimarios, porque al mundo militar no lo conocía para nada, mucho menos que al de la izquierda revolucionaria. Imaginarme el mundo de los milicos, y sobre todo de ese submundo que ellos llaman inteligencia, era muy difícil.
¿Es cierto que fuiste al Penal Cordillera a hablar con algunos presos?
–Sí. Hablé con algunos que estaban presos y con otros que cayeron después. Obviamente no me iban a contar lo que no le habían contado al juez, pero lo que yo quería era entender cómo son estos tipos. Porque estos no eran monstruos las 24 horas del día, eran seres humanos que tenían hijos, que hacían una vida normal, pero que a ciertas horas del día se dedicaban a torturar y matar. Y un detalle importante es que eran hombres jóvenes, de 25, 30, 32 años. Los que dan las órdenes son mayores, pero esa es la edad de los que actúan. Entonces yo conversaba con tipos grandes tratando de reconstruir en qué estaban a esa edad.
¿Y lo enfrentaban desde la culpa o tratando de evadir?
–Hay de todo, eso depende mucho de las personas. Pero grosso modo, eran personas de poca capacidad autorreflexiva. Son gente de acción, que disfrutaba la velocidad de los autos, se entusiasmaban hablando de golpes de karate, te describían en detalle pruebas físicas que habían superado con éxito en sus ejercicios militares… Eso fue lo que mejor pude captar de ellos, esta cosa medio simplona, física, de gallos jóvenes que en el fondo estaban desatados. Como uno me dijo, “a nosotros nos preparan para ser máquinas de matar, eso es lo que hacemos desde que entramos”. Otra cosa interesante es que dos de ellos habían trabajado con algunas de estas mujeres que se dieron vuelta. Y yo pensaba que las miraban en menos, desde un lugar machista. Pero no, tenían enorme admiración por ellas. Por su nivel intelectual, por su preparación militar, por su capacidad de armar y desarmar un AKA con la vista vendada, respetaban mucho todo eso.
¿Te sentías cumpliendo algún tipo de responsabilidad al meterte en este tema?
–¿Así como un deber cívico o de escritor? No, no… Porque me intrigaba más lo humano que lo político: entender qué pasa con la condición humana en esas circunstancias tan al límite. Y el caso de estas personas que se habían dado vuelta, que es muy distinto a delatar bajo tortura. Estamos hablando de personas que tienen realmente una conversión interior.
Pero activada por la tortura.
–Por la tortura y también, creo yo, por no haber estado a la altura de lo que el ideal revolucionario les pedía, lo que produce una especie de resentimiento.
¿Contra el ideal?
–Contra quienes te llevaron a ese lugar imposible, a ese papel para el cual en definitiva no estabas preparado. Esta mujer se prepara toda su vida para el gran día, y el gran día falla. Y ese fracaso, apuntalado por la tortura, se redirecciona como un odio que la hace quemar todo lo que amó. Eso me daba vueltas, el fenómeno humano de la traición. Hay una imagen en Dante, al final del Infierno, cuando el poeta ve al demonio: el demonio está torturando a tres figuras que son supuestamente discípulos suyos. O sea, su condena eterna es seguir traicionando, pero a los traidores, a los suyos. Y mientras hace esto, dice Dante, llora, el demonio llora. Esa imagen de la traición me parecía tan potente que me daba ánimo de seguir cada vez que se me trancaba la novela.
¿No tenías el temor de que, proviniendo tú de la derecha, fuera mal visto que tomaras el tema desde una víctima de izquierda que traiciona?
–No, para nada. Y si tienes esos temores quizás es mejor que no escribas. Para mí el punto era lograr construir un personaje creíble, acercarme al enigma de esta mujer. Llegué a escribir como 800 páginas, pero de repente escribí esas líneas que están al comienzo, “allá tú si me crees o no”, y ese tono, como atraidorado, me hizo sentir “aquí está”. Ahí vi aparecer a esta mujer que tiene adentro un tormento permanente, que está derrotada, quebrada, pero todavía se da maña para manipular su historia, porque sabe que no hay evidencias para contrastar su versión: sólo va a quedar lo que ella cuente y como ella lo cuente. Me pareció que ese era el lugar desde el que ella, con todo ese dolor a cuestas, podía realmente hablar.
¿Desde su lugar de víctima o de victimaria?
–Pasa por todas esas etapas, pero al final prima en ella el lugar de la víctima. Porque además, después de la dictadura viene a Chile y denuncia a los victimarios, intenta purgar lo que hizo. Pero yo tampoco quería ceder a una redención fácil, como decir “la persona cambió y este dolor se acabó”. Eso no pasa, una persona queda atravesada su vida entera por esto, le quebraron la espina dorsal. Lo que le podía conceder, me pareció, era un estado final como de aceptación. Decir “esta fue mi vida, la que a mí me tocó”.
EL SÍMBOLO
Este año, junto a otros cinco coautores, publicaste el libro “1925” (Catalonia), donde profundizan la propuesta que ya habías planteado de crear una nueva Constitución reformando la del 25, en su versión previa al Golpe. ¿Por qué dirías que seguir reformando la actual ya no es un camino viable?
–Porque siempre va a tener el pecado original de su fundación. Y la figura que está detrás de su fundación divide y dividirá a Chile. Pinochet no es el general De Gaulle, que unifica a los franceses, es lo contrario. Entonces, eso a la larga no resiste nomás. Ahora, ¿por qué retomar la del 25? No porque creamos que surgió de una manera inmaculada, ni que la hayan aplaudido todos los sectores desde el primer día hasta el último, sabemos que no fue así. Pero con todo, fue una Constitución que se legitimó, tanto que en la crisis que antecedió al Golpe ambos sectores la invocaron para defender sus posiciones. Eso le da un gran valor simbólico como puente, como punto de unión. Entonces, en lugar de hacer una Constitución desde cero o de seguir estirando la del 80, modificar la del 25 sería como decir “la tradición democrática chilena continúa”. Quizás eso permitiría reabrir la discusión constitucional en un terreno más tranquilo.
En el libro dices que otro beneficio de enterrar la del 80 sería permitir que una parte de la sociedad chilena concluya su duelo.
–No digo que con eso baste, pero creo que ayudaría al cierre del proceso. Porque sería, en cierto modo, dejar aislada esa voluntad fundacional del 80. En las Constituciones anteriores siempre primó la actitud de mantener una continuidad histórica, ahí fundaban parte de su legitimidad. Recuperar eso sería muy valioso. La legitimidad de un sistema político es una cualidad huidiza, muy sutil, que si no se cultiva se pierde de vista, porque la rutina sólo te muestra los defectos del sistema. Y el prestigio de la democracia se está deteriorando. Yo creo que uno de los secretos de la democracia estadounidense, por ejemplo, es la importancia que les dan a sus símbolos. A la Constitución la veneran hasta la exageración, con razones que muchos historiadores podrían refutar. Pero esos mitos sostienen un vínculo que, mal que mal, funciona. Entonces mi sensación es que tenemos que afirmar el sistema político conectándolo con estos factores más simbólicos.
¿Y ves a Piñera expandido hacia esa órbita simbólica? ¿O se impone la repetición de Piñera 1?
–Estas han sido malas semanas, obviamente, pero creo ver a Piñera en una actitud distinta. Más tranquilo, menos urgido que la otra vez. Y tratando de buscar consensos en una situación difícil, con un parlamento más adverso a sus posiciones que hace ocho años. La actitud que le veo me hace pensar que va a ser un gobierno sensato.
O sea, tampoco es que aspires a que sea un gobierno visionario.
–Es que no tiene los votos en el parlamento para llevar a cabo una nueva visión de Chile.
¿Pero crees que esa visión existe?
–Por lo menos en muchos temas, sí. Y lo que él tiene que hacer es construir la base política para que esas ideas lleguen a representar una mayoría estable en Chile, que no es lo mismo que ganar una elección presidencial. Es difícil, pero creo que ese sería su sueño, el gran proyecto. Y al mismo tiempo, por supuesto, evitar que se fortalezca una derecha tipo Trump, lo cual sería fatal para la derecha y para Chile.

viernes, diciembre 08, 2017

Putting a price on Bitcoin

Crypto through the tulips Putting a price on Bitcoin

A wide spread of prices is a sign of a malfunctioning market

SCENE: A pet shop with a bored looking proprietor. A customer approaches
CUSTOMER: I’d like to buy a parrot.
OWNER: Certainly, sir. How about this one? It’s a Norwegian Blue. Beautiful plumage.
CUSTOMER: It’s not moving much
OWNER: It is tired and shagged out after a long squawk
CUSTOMER: Fair enough. How much is it?
OWNER: $20,000
CUSTOMER: I’ll pay with this Bitcoin
OWNER: Sorry, sir. On WavesDEX, the Bitcoin is only worth $13,500
CUSTOMER: But on LocalBitcoins, it is over $21,500! Look at the news headlines. 
OWNER: Sorry, sir, but I can’t afford the risk. My rent, heat and light are all payable in dollars.
CUSTOMER: But the dollar has ceased to be, it has shuffled off this mortal coil, it is an ex-currency
OWNER: So you say, sir. But at least it's a reliable means of exchange. It doesn’t move much from minute to minute
CUSTOMER: Like this parrot
If ever Bitcoin were widely adopted as a trading currency, this scene would be played out in pet shops and department stores around the land. It seems that every day, Bitcoin seems to hit a new high. But the reported price can move up and down by $1,000 or so within a few hours. This might have made it a great investment for those who got in at the right price and are nimble enough to get out in time. But it doesn't make it a useful means of exchange. When the price is rising fast, those who use bitcoin will be reluctant to part with it; when the price falls, those who sell goods will be reluctant to accept it. 
This blogger remains convinced it is a bubble. Indeed its exponential rise only reinforces the argument. The beauty of bitcoin is that its intrinsic value is impossible to determine and that makes any value plausible to true believers. This is not the same as saying there is no merit in electronic currencies or blockchain technology; of course there is. But the range of prices which can be found on cryptocompare shows this is a narrow, illiquid market. 
The arrival of bitcoin futures on the CBOE and the CME might have been expected to bring maturity to the market, and to establish a reliable price. But the FT reports that some of the biggest banks including JP Morgan and Citigroup are unwilling to act as market-makers. That is not too surprising. Any market-maker has to hedge its own positions and that looks very hard when the underlying market has such wild swings. 
And this is good news really. Bitcoin is moving around so much because it is small and illiquid. And because it is small and illiquid, it is not yet a systemic risk as Sir John Cunliffe of the Bank of England recently pointed out.  As such it is an entertaining sideshow at a time when many world headlines are gloomy.  The recent weakness of gold suggests that some of the fervent bullion believers have jumped on the bitcoin bandwagon instead. 
No one can tell when the peak will be reached any more than they could with tulips or dotcom stocks. Even Sir Isaac Newton was caught out by the South Sea Bubble. People always believe that the latest revolutionary thing is unprecedented and unstoppable. But such rapid price gains always end unhappily. To quote Monty Python again
Tell that to the young folk these days and they won't believe you.

sábado, octubre 28, 2017

España: La grieta avanza.

España: La grieta avanza

Una mujer camina junto a un graffiti proindependentista en una calle de Barcelona, el 22 de octubre.  Jack Taylor/Getty Images
BARCELONA — Cataluña está conmocionada, los catalanes están conmocionados. Nadie parece quedar del todo al margen. Hay personas que se quejan porque sus vidas están lastradas por la incertidumbre, personas que se emocionan porque sienten en la cara el viento de la Historia, personas que se molestan porque quieren desentenderse y no lo logran, personas que se angustian porque no saben qué pensar, de qué lado ponerse. Algo pasa cuando la política se convierte en emoción: a veces es bueno, a veces menos.
Corren tiempos fuertes: en las casas, las calles, los campos, los trabajos, nadie duda de que vive una situación extraordinaria. Una situación se vuelve extraordinaria cuando te acostumbra a esperar lo inesperado. Y lo inesperado ha sucedido tanto, últimamente, que todos creen que podría volver a suceder. Si no sucede, si las cosas siguen su curso actual, en los próximos días el gobierno español suspenderá las instituciones de la democracia catalana —su gobierno, su hacienda, su policía, su televisión— y gobernará Cataluña en su lugar.
Se apoyará en el artículo 155 de la Constitución de 1978, que permite que el gobierno central intervenga si una región lo desconoce. El artículo es tan rebuscadamente vago y breve que consiente casi cualquier cosa. Nunca nadie lo usó, pero ahora el Partido Popular está dispuesto a aprovecharlo —con la ayuda de su leal oposición, ese partido que todavía llaman Socialista Obrero—.
El presidente Mariano Rajoy dijo el viernes pasado que la situación “no le deja más remedio”. Desde su punto de vista tiene razón: si una región quiere separarse, el gobierno central debe impedirlo. Lo que no dijo fue que había hecho todo lo imaginable para que la voluntad de separarse fuera la respuesta más ajustada a sus desprecios y agresiones. Tampoco justificó la paradoja de suspender el sistema constitucional en nombre de la defensa de la Constitución, los organismos democráticos en nombre de la Democracia. Otra vez, el camino del infierno es asfaltado con buenas intenciones, y ya no parece camino sino grieta, un diálogo imposible.
La grieta es el resultado del enfrentamiento entre dos lógicas nacionalistas contrapuestas. Parecen oponerse en todo pero no: están de acuerdo, entre otras cosas, en enfrentarse y revolear banderas y aliarse con quien sea en nombre de la patria. Ahora, por ejemplo, buena parte de la izquierda catalana está en la calle apoyando a Carles Puigdemont, jefe del partido que recortó las prestaciones sociales como ninguno antes, que protagonizó corruptelas magníficas, contra el que manifestaron una y otra vez antes de que los uniera una bandera patria. Y ese partido ahora se enfrenta audaz a su aliado en aquellos recortes, aquellas corruptelas —el Partido Popular español—, porque los separan dos banderas patrias.
Pero la grieta también enfrenta diferencias; entre lo legal y lo legítimo, por ejemplo. En todo este proceso el gobierno de la derecha española se ha parapetado tras la ley: sus argumentos la enarbolan, sus intervenciones se usaron como punta de lanza al Tribunal Constitucional. La legalidad está de su lado, dicen, y los catalanistas contraatacan con la legitimidad: que sus demandas son justas, que si la ley no las contempla hay que cambiarla. No, la ley está hecha para cumplirse, dicen unos; sí, pero si siempre se hubiera cumplido ciegamente seguiría habiendo esclavos, les contestan, o mujeres sin derecho al voto. A veces la ley deja de tener el consenso que la fundó, y hay movimientos que tratan de cambiarla.
Mariano Rajoy, presidente del gobierno de España, responde preguntas durante la reunión semanal del gabinete de control en el parlamento, en Madrid, el 25 de octubre. Sergio Perez/Reuters
La grieta también llegó al salón del trono. Los españoles, cuando hablan de Cataluña, intentan soslayarlo, pero el “factor República” es central. Los independentistas no solo quieren armar otro país; quieren, además, que ese país no tenga reyes. Eso explica, también, la violencia con que los enfrenta el gobierno de Madrid y la corte de Felipe VI. Quien, en lugar de poner paños fríos, los calienta. Su discurso del jueves pasado no buscó acercar a sus millones de súbditos catalanes disconformes sino decirles que su conducta es inaceptable.
La grieta también fisura ideas sobre la democracia. ¿Quién decide qué, cómo, por qué medios? El argumento más ponderado de los españolistas contra los “indepes” consiste en que no representan a la mayoría de sus ciudadanos. Es cierto que solo los votaron 2 millones, el 36 por ciento del censo catalán, pero también lo es que el Partido Popular gobierna el país con los votos de 8 millones, el 22 por ciento del censo español. Y también es cierto que, cuando aplique el artículo 155, sus dirigentes regirán —en nombre de la democracia— una región donde no alcanzan a representar al 6 por ciento de sus ciudadanos. 
Vivimos en democracias confusas, de baja intensidad, que se justifican por el mayor número pero nunca involucran a las verdaderas mayorías. No es azaroso que cada vez menos personas, en cada vez más países, crean en ese sistema. Y que ese sistema sea cada vez menos capaz de solucionar los conflictos presentes.
En cualquier caso será esa legalidad democrática la que justifique la intervención del Estado central en las instituciones catalanas. Es posible que en estos días, justo antes de que Madrid lo destituya, el president Puigdemont declare la independencia. Sería una forma de decir que no hay retorno, pero hay miembros importantes de su partido que lo presionan para que no lo haga. Entre ellos, se dice, el expresident Artur Mas, el que le dio su cargo. Y, sobre todo, las grandes empresas catalanas que, con su abandono de Barcelona, votaron muy en contra.
A cada lado de la grieta las partes se atrincheran. Nadie sabe cómo recibirá Cataluña la “invasión española”, pero el cariño no está entre las opciones. Distintos grupos ya se entrenan para resistir —por ahora sin violencia— su llegada que, visto lo visto, podría ser violenta. Es probable que no consigan mucho: la fuerza de un Estado que despliega sus fuerzas es difícil de contrarrestar. Pero también es difícil imaginar cómo ese Estado podrá convencer a los catalanes de aceptarlo, de reintegrarse a él. En un plazo impreciso —que debería medirse en meses—  el gobierno español debe convocar elecciones autonómicas en Cataluña: es probable que los partidos independentistas rentabilicen en votos el malestar por la intervención, y no está claro que podría hacer Madrid para impedirlo —salvo prohibirles que se presenten y agrietar todavía más el sistema democrático—.
Mientras, la grieta crece. Millones de catalanes identifican a España con el gobierno del Partido Popular y sienten que ese gobierno —ese país— los priva de su libertad. Y millones de españoles sienten que Cataluña —en lugar de acompañarlos en la construcción de un país mejor— solo quiere abandonarlos. Quizá por eso muchos españoles no consiguen identificarse con ellos: no entienden que su gobierno podría tratar a cualquier otro rebelde como trata a los rebeldes catalanes, que si manda a su Guardia Civil a impedir una votación o si detiene por “sedición” a dirigentes catalanistas, podría hacer lo mismo con cualquier otro movimiento que le resulte amenazante.

La grieta está instalada. Mucho tendría que cambiar España para que millones de catalanes vuelvan a sentirse parte de ella; mucho tendría que cambiar Cataluña para que millones de españoles vuelvan a sentirla suya. Pero la grieta crece también entre los catalanes: después de todo, una mitad quiere la independencia y la otra no, y la convivencia se complica: amistades rotas, proyectos truncos, familias enfrentadas, reproches encendidos. Aun cuando el proceso político encuentre un cauce, la vida en Cataluña no será fácil durante muchos años. La grieta, parece, llegó para quedarse.

jueves, agosto 17, 2017

Donald Trump has no grasp of what it means to be president (The Economist, agosto 2017)

U-turns, self-regard and equivocation are not what it takes

DEFENDERS of President Donald Trump offer two arguments in his favour—that he is a businessman who will curb the excesses of the state; and that he will help America stand tall again by demolishing the politically correct taboos of left-leaning, establishment elites. From the start, these arguments looked like wishful thinking. After Mr Trump’s press conference in New York on August 15th they lie in ruins.
The unscripted remarks were his third attempt to deal with violent clashes in Charlottesville, Virginia, over the weekend (see article). In them the president stepped back from Monday’s—scripted—condemnation of the white supremacists who had marched to protest against the removal of a statue of Robert E. Lee, a Confederate general, and fought with counter-demonstrators, including some from the left. In New York, as his new chief of staff looked on dejected, Mr Trump let rip, stressing once again that there was blame “on both sides”. He left no doubt which of those sides lies closer to his heart.
Mr Trump is not a white supremacist. He repeated his criticism of neo-Nazis and spoke out against the murder of Heather Heyer (see our Obituary). Even so, his unsteady response contains a terrible message for Americans. Far from being the saviour of the Republic, their president is politically inept, morally barren and temperamentally unfit for office.
Self-harm
Start with the ineptness. In last year’s presidential election Mr Trump campaigned against the political class to devastating effect. Yet this week he has bungled the simplest of political tests: finding a way to condemn Nazis. Having equivocated at his first press conference on Saturday, Mr Trump said what was needed on Monday and then undid all his good work on Tuesday—briefly uniting Fox News and Mother Jones in their criticism, surely a first. As business leaders started to resign en masse from his advisory panels (see article), the White House disbanded them. Mr Trump did, however, earn the endorsement of David Duke, a former Imperial Wizard of the Ku Klux Klan.
The extreme right will stage more protests across America. Mr Trump has complicated the task of containing their marches and keeping the peace. The harm will spill over into the rest of his agenda, too. His latest press conference was supposed to be about his plans to improve America’s infrastructure, which will require the support of Democrats. He needlessly set back those efforts, as he has so often in the past. “Infrastructure week” in June was drowned out by an investigation into Russian meddling in the election—an investigation Mr Trump helped bring about by firing the director of the FBI in a fit of pique. Likewise, repealing Obamacare collapsed partly because he lacked the knowledge and charisma to win over rebel Republicans. He reacted to that setback by belittling the leader of the Senate Republicans, whose help he needs to pass legislation. So much for getting things done.
Mr Trump’s inept politics stem from a moral failure. Some counter-demonstrators were indeed violent, and Mr Trump could have included harsh words against them somewhere in his remarks. But to equate the protest and the counter-protest reveals his shallowness. Video footage shows marchers carrying fascist banners, waving torches, brandishing sticks and shields, chanting “Jews will not replace us”. Footage of the counter-demonstration mostly shows average citizens shouting down their opponents. And they were right to do so: white supremacists and neo-Nazis yearn for a society based on race, which America fought a world war to prevent. Mr Trump’s seemingly heartfelt defence of those marching to defend Confederate statues spoke to the degree to which white grievance and angry, sour nostalgia is part of his world view.
At the root of it all is Mr Trump’s temperament. In difficult times a president has a duty to unite the nation. Mr Trump tried in Monday’s press conference, but could not sustain the effort for even 24 hours because he cannot get beyond himself. A president needs to rise above the point-scoring and to act in the national interest. Mr Trump cannot see beyond the latest slight. Instead of grasping that his job is to honour the office he inherited, Mr Trump is bothered only about honouring himself and taking credit for his supposed achievements.
Presidents have come in many forms and still commanded the office. Ronald Reagan had a moral compass and the self-knowledge to delegate political tactics. LBJ was a difficult man but had the skill to accomplish much that was good. Mr Trump has neither skill nor self-knowledge, and this week showed that he does not have the character to change.
This is a dangerous moment. America is cleft in two. After threatening nuclear war with North Korea, musing about invading Venezuela and equivocating over Charlottesville, Mr Trump still has the support of four-fifths of Republican voters. Such popularity makes it all the harder for the country to unite.
This leads to the question of how Republicans in public life should treat Mr Trump. Those in the administration face a hard choice. Some will feel tempted to resign. But his advisers, particularly the three generals sitting at the top of the Pentagon, the National Security Council and as Mr Trump’s chief of staff, are better placed than anyone to curb the worst instincts of their commander-in-chief.
An Oval Office-shaped hole
For Republicans in Congress the choice should be clearer. Many held their noses and backed Mr Trump because they thought he would advance their agenda. That deal has not paid off. Mr Trump is not a Republican, but the solo star of his own drama. By tying their fate to his, they are harming their country and their party. His boorish attempts at plain speaking serve only to poison national life. Any gains from economic reform—and the booming stockmarket and low unemployment owe more to the global economy, tech firms and dollar weakness than to him—will come at an unacceptable price.
Republicans can curb Mr Trump if they choose to. Rather than indulging his outrages in the hope that something good will come of it, they must condemn them. The best of them did so this week. Others should follow.
This article appeared in the Leaders section of the print edition under the headline "Unfit"

domingo, junio 18, 2017

Behind Amazon’s success is an extreme tolerance for failure. (NYT)

New York Times

A longtime approach of making bold — and sometimes head-scratching — moves has brought Jeff Bezos staggering success.
Joke all you want about drone-delivered kale and arugula. Amazon’s $13.4 billion bet to take on the $800 billion U.S. grocery business by acquiring Whole Foods fits perfectly into the retailer’s business model.
Unlike almost any other chief executive, Amazon’s founder, Jeff Bezos, has built his company by embracing risk, ignoring obvious moves and imagining what customers want next — even before they know it.
Key to that strategy is his approach to failure. While other companies dread making colossal mistakes, Bezos seems just not to care. Losing millions of dollars for some reason doesn’t sting. Only success counts. That breeds a fiercely experimental culture that is disrupting entertainment, technology and, especially, retail.
Bezos is one of the few chief executives who joke about how much money they’ve lost.
“I’ve made billions of dollars of failures,” Bezos said at a 2014 conference, adding that it would be like “a root canal with no anesthesia” if he listed them.
There was the Fire phone, for instance, which was touted as being crucial to Amazon’s future. It was one of the biggest bombs since New Coke. At one point, Amazon cut its price to 99 cents. That did not help.
For any other company, this would have been a humiliating experience with severe repercussions. Wall Street did not blink, even when Amazon wrote off $170 million related to the device.
“If you’re going to take bold bets, they’re going to be experiments,” Bezos explained. “And if they’re experiments, you don’t know ahead of time if they’re going to work. Experiments are by their very nature prone to failure. But a few big successes compensate for dozens and dozens of things that didn’t work.”
It is an approach baked into the company since the beginning — and one that is difficult, if not impossible, for competitors to emulate. Consider how Amazon Web Services began as a small internal cloud-computing project to help Amazon’s core business. Then the company started selling excess cloud capacity to other companies.
Before Google and Microsoft realized it, Amazon had created a high-margin multibillion-dollar business that was encroaching on their turf. They are still struggling to catch up.
If the cloud-computing business just grew, Amazon Prime was a bold bet from the beginning, the equivalent of an all-you-can-eat buffet for shoppers: Pay an annual fee and all shipping costs for the year are covered. Amazon’s shipping expenses ballooned, but revenue soared so much that no one minded.
“When you have such a long-term perspective that you think in decades instead of quarters, it allows you to do things and take risks that other companies believe would not be in their best interests,” said Colin Sebastian, an analyst with the investment firm Robert W. Baird.

Almost going under

Amazon began, for those too young to remember, as a discount internet bookseller in 1995. In the headiness of the late-1990s dot-com boom, it became the symbol of how this new invention called the World Wide Web was going to change everything. Then, like many of the leading dot-com companies, it blew up. The world wasn’t quite ready for Amazon. It came very close to going under.
Bezos redoubled his focus on customers, largely closed the company off to the media and got to work doing some serious experiments. Amazon developed, for instance, the Kindle e-reader, which for a time seemed likely to kill off physical books entirely.
One thing the retailer did not do was make much money. In its two decades as a public company, Amazon has had a cumulative profit of $5.7 billion. For a company with a market value of nearly $500 billion, this is negligible. Wal-Mart, which has a market value half that of Amazon, made a profit of $14 billion in 2016 alone.
Huge profits at Amazon were always put aside so the company could invest more. This has tended to drive both skeptics — there are still a few, even now — and competitors crazy. “Did Amazon Just Jump the Shark?” was the headline on an article on the investing website Seeking Alpha on Friday.
But the tens of millions of customers do not care whether Amazon is hugely profitable. They care if it is making their lives easier or better.
“Jeff Bezos is making shopping great,” said Chris Kubica, an e-book consultant and software developer who watches Amazon closely. “He’s made me come to expect better from every checkout counter. Oh, I can scan my entire shopping cart full of groceries in one go, without stopping, as I roll into the parking lot? Yes, please. Where do I park?”
After the company’s disastrous foray with the Fire Phone, Amazon could have done what many other also-rans in smartphones do and kept putting out devices that most people ignore in favor of Apple and Samsung devices. Instead, in 2014, it released Echo, a speaker that looks like a small poster tube. The Alexa intelligent assistant, which runs on it, can play music and tell jokes, and now Google, Apple and Microsoft are copying it.
“Bezos is ahead of the game, always,” said Sunder Kekre, a professor at the Tepper School of Business at Carnegie Mellon University. “Be it drones or Amazon Go” — a grab-and-go shopping experiment that eschews human cashiers — “he is able to craft smart business strategies and position Amazon quite distinctly from competitors.”
As Amazon pushes on with its ceaseless experimenting, however, it risks being seen as less of a cute disrupter of the old and as more of a menace. It has hired many workers for its warehouses, but it is also betting heavily on automation. Amazon Go, after all, is an attempt to drain the labor out of shopping.
“Amazon runs the risk of becoming too big,” Kekre said.

Looking ahead

Some Amazon critics would like the Whole Foods deal to be the trigger for reining in the company. The Institute for Local Self-Reliance, a frequent foe of Amazon, noted that the company is “rapidly monopolizing online retail” and that both Prime and Echo “are strategies for locking in consumers and ensuring they don’t shop anywhere else.”
Amazon declined to comment for this article.
Where will it end?
Kubica, the e-book consultant, has thought about this. Amazon can be understood as a decades-long effort to shorten the time between “I want it” and “I have it” into as brief a period as possible. The logical end of this would be something Kubica jestingly called Amazon Imp, short for “implant” and also “impulse.” It would be a chip inserted under the skin.
“The imp would sense your impulses and desires,” Kubica wrote in an email, “and then either virtually fulfill them by stimulating your brain (for a modest payment to Amazon, of course) or it would make a box full of goodies for you appear on your doorstep (for a larger fee, of course).”
Every desire fulfilled. “I am sure that Amazon even now is building it,” Kubica said.

martes, junio 06, 2017

Por qué necesitamos a Friedman (Axel Kaiser)

Pocas mentes en la historia de la economía han sido más brillantes e influyentes que la de Milton Friedman. Por lo mismo, pocas han sido más caricaturizadas y detestadas por la izquierda. En momentos en que Chile entra en la pendiente sin fondo del populismo, rescatar a Friedman no es un gusto académico, sino una necesidad. Después de todo, fueron las ideas que él defendió de manera tan apasionada las que evitaron que nuestro país siguiera el ruinoso camino propuesto por izquierdas y derechas en el pasado.

Lo primero que la historia intelectual de Friedman nos enseña es que no se debe hacer concesiones a los socialistas por el afán de caer bien o ser políticamente correctos. En un país en que quienes no son socialistas se acomplejan de defender lo que creen, el ejemplo de Friedman, que jamás transó con el fin de ser más popular, resulta esencial no solo para entender por qué estamos cerca de arruinarlo todo, sino para saber cómo actuar hacia el futuro. Friedman iba de frente, sin temor, sin complejos y sin importarle lo que la mayoría pensara de lo que decía. Fue precisamente esa actitud honesta y ganadora la que lo convirtió en el intelectual público liberal más influyente de la segunda mitad del siglo pasado.

Como Hayek, era un convencido de que las ideas mueven a la sociedad. Por eso, a pesar de haber ganado el Premio Nobel y de haber sido un académico extraordinario, no dudó en asistir a cuanto debate pudo, en escribir libros de difusión para el lector no especialista e incluso, en hacer programas de televisión. Tampoco dudó en culpar a los empresarios del tránsito que los países hacen hacia el socialismo, cuando correspondía.

En un notable artículo titulado "El impulso suicida de la comunidad empresarial", Friedman argumentó que lejos de apoyar económicamente a aquellos que defienden la sociedad libre, la mayoría de los empresarios buscaban congraciarse con intelectuales, ONG y grupos que trabajaban en socavar los fundamentos institucionales que sostenían el mercado, precisamente el sistema que les permitía a ellos alcanzar la posición que tenían en países avanzados. ¿Le suena conocido?

A Friedman lo necesitamos, además, porque sus argumentos siempre eran impecables desde el punto de vista lógico y empírico. En tiempos en que la evidencia ha pasado a ser el borrego de sacrificio de la histeria igualitaria, la racionalidad y contundencia de Friedman nos ayudaría a terminar con la famosa posverdad que tanto explotan los demagogos, para evitar las discusiones técnicas en las que se ven perdidos. Esa misma racionalidad nos serviría también para deshacernos del utopismo emotivo que define a la discusión pública actual sirviendo de caldo de cultivo para el populismo. Nos recordaría que los recursos son limitados y que no basta con querer que las pensiones, por ejemplo, sean altas para que estas lo sean. En otras palabras, domesticaría nuestros febriles deseos de abundancia para todos, que es precisamente lo que promete el populista, sin explicar cómo lo logrará y sin evaluar las consecuencias no intencionadas de sus desastrosas medidas. Friedman nos mantendría así en los fríos, pero razonables límites de lo posible.

En esa misma línea, el profesor de Chicago nos ayudaría a entender nuevamente que el Estado, aunque necesario, en general, es causa de muchos problemas y que no existen ángeles que velan por el bien común en el gobierno. Reconoceríamos que los políticos, burócratas y receptores de beneficios estatales forman un "triángulo de hierro" que vive a expensas del resto y que persigue su interés como cualquier otra persona, creando programas, presupuestos y posiciones bajo el pretexto de servir al bien común, cuando el objetivo real suele ser el opuesto. Pero más importante aún: Friedman nos ayudaría a entender que la libertad debe defenderse, porque es el mejor camino para lograr el progreso de la sociedad y porque es un valor en sí mismo. En un país obsesionado con la igualdad y empeñado en librar de responsabilidad por su propio destino a los ciudadanos, Friedman sería un golpe imprescindible de madurez y sensatez.

Por último, Friedman nos sirve de ejemplo, en un campo que los socialistas suelen atribuirse: el de la solidaridad. Mientras los socialistas e igualitaristas predican la solidaridad con el dinero ajeno y gozan sin pensarlo dos veces de los manjares más exclusivos del capitalismo, Friedman dejó su fortuna a causas filantrópicas cuando murió. Y es que, como Adam Smith, Friedman pensaba que el ser humano tenía una inclinación a preocuparse de sus semejantes, especialmente los más desfavorecidos, y que nadie mejor que la sociedad civil y la acción voluntaria de las personas podía canalizar ese impulso. Lo predicó y lo practicó. En suma, leer a Friedman resulta necesario para retomar las ideas y conductas que han sido esenciales para la prosperidad en todos los tiempos y los lugares en que esta se ha dado, y que en Chile parecemos querer liquidar en manos de demagogos y fabricantes de miseria.

EN UN PAÍS OBSESIONADO CON LA IGUALDAD Y EMPEÑADO EN LIBRAR DE RESPONSABILIDAD POR SU PROPIO DESTINO A LOS CIUDADANOS, FRIEDMAN SERÍA UN GOLPE IMPRESCINDIBLE DE MADUREZ Y SENSATEZ. 

jueves, mayo 11, 2017

Cooking up an economic policy





Cooking up an economic policy


Trumponomics
Donald Trump’s economic strategy is unimaginative and incoherent
“IF YOU want to test a man’s character, give him power.” To those sitting across the Resolute desk from Donald Trump, Abraham Lincoln’s dictum was less than reassuring. In his first interview with The Economist since taking office, which was dedicated to economic policy and took place five days before the sacking of FBI director James Comey (see article), Mr Trump already seemed altered by the world’s most powerful job. The easy charm he displayed in his comfortable den on the 26th floor of Trump Tower when interviewed during last year’s campaign had acquired a harder edge. The contrast then visible between solicitous private Trump and public Trump, the intolerant demagogue of his rallies, was a bit less dramatic. Perhaps his advisers—including Gary Cohn and Steve Mnuchin, both of whom were in attendance in the Oval Office, and Jared Kushner, Reince Priebus, and Vice-President Mike Pence, who drifted in for parts of the interview—are succeeding in their effort to keep the freewheeling president to a more precise schedule. When it comes to the president’s economic policy agenda, however, it seems only one voice counts: Mr Trump’s.
Is there such a thing, we asked the president at the outset, as “Trumponomics?” He nodded. “It really has to do with self-respect as a nation. It has to do with trade deals that have to be fair.”
That is an unusual priority for a Republican president, but not for Mr Trump. The president has argued opposing sides of most issues over the years. But in his belief that America’s trade arrangements favour the rest of the world he has shown rare constancy. That makes Mr Trump’s apparent lack of interest in the details of the trade arrangements he fulminates against all the more astonishing. At one point he ascribed the faults he finds with the North American Free-Trade Agreement (NAFTA) to American officials being in a perpetual minority on its five-member arbitration panel: “The judges are three Canadian and two American. We always lose!” But an American majority on any given panel is as likely as a Canadian one.
His feelings about the failure of America’s trade regime (see article) show how opportunism and gut feeling tend to guide Mr Trump’s thinking. For almost half a century, he has sold himself a master negotiator. Rubbishing the government’s dealmaking record (which he, disdainful of geopolitics, reduces to the zero-sum terms of a property transaction) is part of that shtick. He is not merely cynical, however. An outsider who clung to memories of his father’s building sites in New York’s outer boroughs long after he made it in Manhattan, Mr Trump appears not merely to understand, but to share, the unfocused resentment of globalisation, and its hoity-toity champions, harboured by many working-class Americans.
The result is an emotional and self-regarding critique of America’s imperfect but precious trade architecture that appears largely waterproofed against economic reality. Having been recently persuaded not to withdraw America from NAFTA—a bombshell he had planned to drop on the 100th day of his presidency, April 29th—Mr Trump now promises a dramatic renegotiation of its terms: “Big isn’t a good enough word. Massive!”
Among Mr Trump’s economic advisers, perhaps only Peter Navarro, an economist with oddball views, and Stephen Bannon, the chief strategist, are outright protectionists. Most are nothing of the sort. Mr Mnuchin, the treasury secretary, and Mr Cohn, the chief economic adviser, are former investment bankers and members of a White House faction led by Mr Kushner, the president’s son-in-law, known as the globalists. So it is a sign of the issue’s importance to Mr Trump that all his advisers nonetheless speak of trade in Trumpian terms. “I used to be all for free trade and globalisation,” says an ostensible globalist. “I’ve undergone a metamorphosis.” Kafka, eat your heart out.
Notwithstanding the president’s concern for national pride, the main aim of Trumponomics is to boost economic growth. On the trail, Mr Trump sometimes promised an annual growth rate of 5%; his administration has embraced a more modest, though perhaps almost as unachievable, target of 3%. This makes Mr Trump’s ambition to mess with America’s trade arrangements all the more obviously self-defeating. A restrictive revision of NAFTA, an agreement that has boosted trade between America and Mexico tenfold, would dampen growth.
Toothsome morsels
Trumponomics’ other main elements are familiar supply-side tools. The most important, deregulation and tax reform, have been Republican staples since the Reagan era (see timeline). They are much needed; but they also need to be done well. There are reckonedto be 1.1m federal rules, up from 400,000 in 1970. Mr Trump has signed an order decreeing that federal agencies must scrap two for every new one they issue, which is laudable. He has also appointed as director of the Environmental Protection Agency a climate-change sceptic, Scott Pruitt, who appears not to believe in regulating industrial pollution, which is not. “I’ve cut massive regulations, and we’ve just started,” Mr Trump says.
The tax code, similarly, is so tangled that America has more tax preparers—over 1m, according to a project at George Washington University—than it has police and firefighters combined. The president promises to restore sanity by reducing income-tax rates and cutting corporate-tax rates to 15% while scrapping some of the myriad deductions to help pay for it. “We want to keep it as simple as possible,” he says.
A fourth element, infrastructure investment, is more associated with the Democrats, and equally desirable. Mr Trump and his advisers have promised anywhere between $550m and a trillion dollars to make America’s “roads, bridges, airports, transit systems and ports…the envy of the world”. A fifth ambition, to enforce or reform immigration rules, is rarely spoken of by him or his team as an economic policy. But if Mr Trump’s promises in this area are credible, it should be. He has launched a crackdown on illegal border crossings and also made it easier to deport undocumented workers without criminal records—a category that describes around half of America’s farm workers. Again, Mr Trump’s economic nationalism and his promises of redoubled growth are at odds.
Trumponomics, despite some tasty ingredients, is guilty of worse than incoherence. It also suggests a dismal lack of attention to the real causes of the economic disruption imposing itself on Mr Trump’s unhappy supporters. Automation has cost many more manufacturing jobs than competition with China. The winds of change blowing through retailing will remove far more relatively low-skilled jobs than threats aimed at Mexico could ever bring back (see article).
Mr Trump never mentions the retraining that millions of mid-career Americans will soon need. He appears to have given no thought to which new industries might replace those lost jobs. Nowhere in his programme is there consideration of the changes to welfare that a more fitfully employed workforce may require. Eyeing the past, not the future, he fetishises manufacturing jobs, which employ only 8.5% of American workers, and coal mining, though the solar industry employs two-and-a-half times as many people. Growth is good; but Trumponomics is otherwise a threadbare, retrograde and unbalanced response to America’s economic needs.
Where is this heading? The S&P500 has gained 12% since Mr Trump’s election, suggesting that investors believe his promises of growth and discount his crazier rhetoric. In recent weeks he has seemed to vindicate that confidence, preferring to moderate his views than pay a price for them. He was persuaded not to withdraw from NAFTA after his agriculture secretary, Sonny Perdue, presented him with a map showing that many of the resultant job losses would be in states that voted for him. Where once he railed against legal, as well as illegal, immigration, he appears to have been persuaded of the economic damage restricting the influx would do. Asked whether he still meant to curb legal immigration, he protested: “No, no, no, no!...I want people to come in legally...We also want farm workers to be able to come in...We like those people a lot.”
Bitter aftertaste
Yet this drift to pragmatism should not be relied on. On trade, especially, Mr Trump has deeply held views, sweeping powers, a history of intemperance and a portfolio of promises he thinks he should keep. The fact that he has not yet fired the self-styled custodian of those campaign promises, Mr Bannon, who is at war with the president’s treasured son-in-law, Mr Kushner, is emblematic of that bind.
Another reason for caution is that Mr Trump is losing control over those parts of his economic agenda, including tax reform and infrastructure spending, where he is largely reliant on Congress. Given how little of anything gets done on the Hill these days, this looks like another check on the president—one for which his own behaviour is additionally to blame. To pass ambitious tax or infrastructure bills would require support from the Democrats. Yet the president rarely misses an opportunity to insult the opposition party, including his predecessor, Barack Obama, whose health-care reform and regulatory legacy he is trying to dismantle. It is thus hard to imagine the Democrats voting for anything in Mr Trump’s agenda—and there are limits, the president concedes, to his willingness to persuade them to. Would he, for example, release his tax returns, as the Democrats have demanded, if they made that the price of their support for tax reform? He would not: “I think that would be unfair to the deal. It would be disrespectful of the importance of this deal.”
The result looks likely to be no serious infrastructure plan and tax cuts which will be temporary and unfunded—the sort that Republicans, when in power, tend to settle for, and to which Mr Trump already appears resigned. Where once he claimed to see bubbles in the economy, he now says that a dose of stimulus is what it needs. If Mr Trump’s past brittleness under pressure is a guide, such setbacks, far from cowing him, could spur him to bolder action in fields where he sees less constraint.
The extent of his rule-cutting already looks unprecedented. If Mr Bannon has his way, it will put paid not merely to outworn regulations, but to whole arms of the federal bureaucracy, perhaps including the EPA. Whether he succeeds in that will probably be determined by the courts. How far the administration acts on Mr Trump’s trade agenda is harder to predict, though likelier to define it.
Perhaps Mr Trump will continue to restrain himself in this regard. As the pressures of office mount, so the reasons to avoid a damaging trade war will multiply. China might offer more help against North Korea; or Mexico some sort of face-saving distraction from the border-wall Mr Trump has promised but is struggling to build. Don’t bet on it, though. Mr Trump is a showman as well as a pragmatist. His hostility to trade is unfeigned. And his administration, as the sacking of Mr Comey might suggest, could yet find itself in such a hole that a trade war looks like a welcome distraction.