Óscar Guillermo Garretón y la crisis del Partido Socialista.
Pensando en el PS, recordé a Albert Camus, ese libertario al que
admiro cada vez más como persona y escritor: “Nací… en la izquierda,
donde moriré, pero cuya decadencia me resulta difícil no ver”. Su
pasión y desazón me calaron hondo. Admiro su obra, pero más aún su
consecuencia de libertario, para rebelarse contra la sumisión a Stalin
en la que cayó toda la izquierda e intelectuales de su tiempo, como
Sartre o Simone de Bouvoir; hasta el punto de justificar sus crímenes
y atentados contra la libertad del ser humano.
Me motiva también no diluir responsabilidades en un colectivo donde
nadie y todos son culpables. El silencio cómplice también nos hace
responsables. Quisiera que el PS contenga futuro. Si no lo logra,
languidecerá.
Para la derecha, su degradación y envilecimiento proviene de la
mutación de libertaria en opresiva y para la economía de mercado, la
desviación monopólica, desigualadora. Pero también existe una
degradación de la izquierda producto de sus visiones y prácticas
desde el siglo XX en adelante y de su manifiesta incapacidad para
pensar y asumir el cambio de dimensiones planetarias, políticas,
económicas, científico-técnicas y culturales de este siglo XXI.
El capitalismo y la globalización no le ha abierto paso a la izquierda.
Peor aún, a veces se lo han abierto a la ultraderecha. Llevamos una
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cadena secular de derrotas desde el siglo pasado: la caída de la URSS
y del movimiento comunista que marcó la izquierda del siglo XX,
dejando una secuela de renuncios, miserias, hambrunas,
envilecimiento de los sueños y crímenes monstruosos. Lo que fue en
Cuba una revolución innovadora, repta en medio de la miseria y del
inmovilismo senil. Corea del Norte engendró una monarquía
hereditaria represiva, belicista y hambreadora. Venezuela y su
“socialismo del siglo XXI” viven una crisis política, moral y económica
de alcances nunca vistos. Cristina Kirchner llevó su país a la ruina y al
pináculo de la corrupción con las banderas de la izquierda peronista.
Djilma y Lula aparecen hoy como símbolos del contubernio de la
izquierda con el gran capital brasileño para corromper América
Latina. En Nicaragua un comandante sandinista funge como variante
de dictadura bananera. En tanto, Marine Le Pen en Francia, el Brexit
en Inglaterra y Trump en EEUU nos dicen que es la ultraderecha una
gran intérprete de los desamparos provocados por la actual coyuntura
del capitalismo global.
Tengo la convicción que estos fracasos de la izquierda, provienen
principalmente de su incapacidad para corregir presuntas certezas
originarias que no pasaron la prueba de la realidad; y en especial, de
su mutación de socialista en estatista y de libertaria en autoritaria,
bajo la batuta de Marx, Engels y Lenin. La consecuencia fue el paso
del idealismo redentor de trabajadores y excluidos, a la
burocratización como motivo y motor dominante en su vida. Esa
evolución transforma a la izquierda en un cuerpo extraño y ajeno al
siglo XXI.
También tuvimos nuestra propia derrota en la UP. Fue una derrota
política de magnitud monumental, solo su desenlace fue militar. De
ella salimos mejor librados por dos razones. La muerte épica de
Allende conmocionó al mundo, minimizó nuestros errores y nos dio
espacio para recapacitar sin la obligación de defendernos por lo
obrado. Después, por la visión y coraje renovador de los socialistas
para desentrañar las causas de la derrota y construir cambios
profundos en su concepción de la política.
Quizás el más grave error político de la renovación socialista fue no
sincerar que lo que hacíamos, era por convicción. Nunca
transparentamos que lo central de ella fue una crítica radical de lo
que hicimos en la UP; diseccionar sus errores para cambiar las
respuestas. Luego cometimos otra falta. Preferimos no contradecir la
cultura dominante en las filas socialistas y argüimos, con ademán
justificativo: “Qué quieren. Los amarres de la dictadura no nos dejan
hacer más”. Así entonces no sembramos renovación, sino
conservación de lo mismo que nos llevó a nosotros a la derrota de
1973, y al grueso de las izquierdas del mundo en el siglo XX y
comienzos del XXI.
La crisis actual de toda la política chilena ante su ciudadanía oculta
una realidad. La izquierda tiene una responsabilidad mayor que la
derecha. La crisis de la política es ante todo de la fe en que la
izquierda estaba con ellos, que era “pura y sincera” y que sabía hacer
las cosas.
No solo en Chile. Es el cambio de mundo, la mayor transparencia
sobre la verdad de la vida política cotidiana, la burocratización y
corrupción de las vidas partidarias, los niveles sorprendentes de
ineficiencia alcanzado por el Estado en esta sociedad moderna que lo
desborda. Es el nuevo planeta y sus sociedades de diversidad
creciente, conectividad global, democratización y sofisticación del
conocimiento; con su escepticismo en los otros y las sensaciones de
desamparo provocadas por una redistribución planetaria del poder
económico, así como de riquezas y pobrezas; con desafíos nuevos
como el calentamiento global, la protección de los océanos, las redes
interconectadas globalmente o la inteligencia artificial, ausentes en
los manuales clásicos del socialismo; con el hecho que pobres y
acosados por la violencia han roto los cercos nacionales y migran: no
tienen patria, o es la suya aquel lugar en el que sueñan vivir para
dejar atrás miserias, incertidumbres y violencias.
Mi esperanza es que más de una vez el socialismo chileno ha sido
fuerza innovadora en la izquierda mundial. Lo fue al nacer, lo fue en
la ruptura con los crímenes de Stalin y en el apoyo a Tito, también con
Allende en tiempos que la guerrilla estaba en el altar mayor. Lo fue
con la renovación socialista.
La tarea es inmensa y no se si terminará bien. Dicho en pocas
palabras, creo que debemos matar el orden establecido socialista,
para construirle un futuro al socialismo.
El viejo fuego del mirar
En el siglo XIX algunos se proclamaron socialistas, legándonos una
denominación identificadora que por trillada hoy nadie entra a
pensar. Debieron quebrarse la cabeza pensando como bautizar ese
sentimiento y proyecto balbuceante.
Concordaron en que la palabra que mejor los interpretaba era …
socialista.
Si así se denominaron es porque valoraban por sobretodo su sociedad,
la predominancia de lo social sobre toda otra consideración. Una
sociedad injusta a revolucionar. Una sociedad motor del cambio. Una
sociedad nueva. Una sociedad sujeto de sí misma, regida por un
contrato social. Una sociedad que sea algo más que una suma de
individuos en un territorio.
De esos orígenes son figuras precursoras como Rousseau y su
“contrato social”, también Saint Simon, Owen, Fourier, Proudhon,
Blanc, Leroux, hoy tan olvidados como sus ideas, diversas y hasta
contradictorias entre sí, locas o perversas algunas, visionarias otras.
El socialismo nació como un jardín de mil flores, búsqueda a tientas,
necesariamente libertaria para tener la fuerza creativa de
cuestionarse y discrepar. Pero llegó Engels, los descalificó a todos
motejándolos de “socialistas utópicos” y dictaminando que el único
“socialismo científico” era… el suyo y el de Marx.
Tras Marx, Engels y Lenin, vinieron sus discípulos. Deformaron el
pensamiento socialista y son responsables de sus más estruendosos
fracasos y crímenes en el siglo XX. En ellos, “la sociedad” que motivó
la definición de socialistas, no fue más que una referencia en último
término. Peor aun, la transformaron en mero paso intermedio hacia
otra sociedad que denominaron “comunista” y proclamaron más
perfecta que la socialista. La clave, el objetivo, el camino, dejó de ser
la sociedad. Fue el Estado. Lo dijo Marx, pero sobre todo lo plasmó
Lenin como artículo de fe en “El Estado y la Revolución”. No era la
sociedad la clave de la revolución, era el Estado. El ser de izquierda se
hizo inseparable de un sello estatista.
¿Ha pensado que si esa era la clave, habría sido consecuente
denominarse partido estatista?
Resulta obvio, indiscutible para mí, que en este siglo XXI, socialismo y
estatismo han dejado de ser sinónimos. Irrumpió en el escenario la
gran subsumida, la olvidada: la sociedad. El mundo cambió. Las
sociedades, en lo bueno y malo que contienen, ganan poder ante el
Estado. La economía global, las redes sociales vía internet y un pueblo
más culto y próspero, orgulloso de logros que asocia más con su
esfuerzo que con el Estado, han redefinido a la baja la autoridad de
aquél. El mundo de hoy es más desestatizado que nunca. Una toma de
gubernamentales palacios de invierno tiene bastante menos
importancia que un siglo atrás. Imponer socialismo desde el Estado a
la sociedad pudo ser viable en 1917, pero ya no lo es. A lo más, puede
dañarla.
No merecería llamarse socialista quien no hace de su pueblo y de su
sociedad, su hogar natural, objetivo central de sus desvelos y afanes.
Si su obsesión está en el Estado, en lo que este puede hacer, en las
posiciones burocráticas que abre a quienes acceden a él, en
fortalecerlo agenciándole más recursos, en definitiva en aumentar su
poder de gestión y control de la sociedad, entonces debería llamarse
estatista. En su derecho está. Pero no es socialista. Estado y sociedad
son amores diferentes y no pocas veces, incompatibles.
Y más allá de las referencias al pasado socialista, aunque todo hubiera
sido antes identidad entre socialismo y estatismo, este legado
leninista ya no sirve. Una sociedad de dictadores y partidos únicos,
sin políticos electos, así como sin economías de mercado, engendra
monstruos y miserias que, más temprano que tarde, las sociedades
aventan. La burocratización de la izquierda, su vínculo siamés con el
Estado, es una de las amenazas más serias a su raíz social, socialista
y, por ende, a su vigencia.
El mesianismo profético del marxismo leninismo y su pretensión de
ser “socialismo científico” no fueron capaces de profetizar nada de lo
que ha ocurrido en la historia del siglo XX y de los inicios del XXI. El
siglo XXI con sus cambios y el siglo XX con sus balances, obligan al
socialismo del mundo entero a repensarse.
La llave para enfrentar y abrir el futuro, es esa verdad fundacional
olvidada. En la vida de las sociedades no hay dos protagonistas en
pugna o colaboración: mercado y Estado. Hay tres. Lo intuyeron
algunos de esos padres fundadores que buscaban a tientas. Hay otro
actor decisivo, especialmente para un socialista. Es la sociedad.
Aquella cuyos favores obsesionan a mercado y Estado. Aquella que
contiene el protagonismo del cambio y que a medida que el capital
cede al trabajo y el conocimiento humano es el motor creador de
valor, más potente se hace y más rebelde hacia los militantes del
mercado y del Estado.
No planteo con esto el fin del Estado o del mercado. Ni uno ni otro son
prescindibles, aunque su rol cambia con el mundo. Habrá estados en
el futuro, pero los queremos al servicio de la sociedad, no de las
burocracias militantes. El reverso de esta realidad es una vida
partidaria de izquierda cada vez más dependiente del sustento que le
da el Estado y no de la sociedad a la que proclama servir. Como
consecuencia de esto, termina estatizando su visión de las cosas y
privatizando el Estado con la captura de posiciones en él.
Asimismo, habrá mercados; demonizarlos o pretender hacerlos
desaparecer desde Estados que no abarcan su globalidad, es ilusorio.
Son parte de la vida social y en todos los lugares se han mostrado
mejores para las mayorías que las economías estatistas. Pero su clave,
al igual como ocurre con el Estado, es que esté al servicio de la
sociedad y tenga las regulaciones que impidan sus persistentes
derivas monopólicas y desigualadoras, haciéndolo marchar hacia una
competencia cada vez más completa, antidiscriminatoria.
En el mundo de hoy no hay que temer al cambio, sino al inmovilismo.
El socialismo no puede ser bíblica estatua de sal mirando al pasado.
Debe cambiar si quiere sobrevivir.
Una paternidad socialista visionaria
Para la ortodoxia, lo anterior es sospechoso de no ser socialista. Poco
me importa. Las categorías “capitalista” y “socialista” tienen tan
distintas y contradictorias versiones que sirven cada vez menos para
dar identidad a algo.
Mi mensaje es otro. El socialismo tiene vetas más ricas y amplias que
los engendros de Lenin y Stalin prolongados culturalmente hasta hoy.
Más aún, cualquier avance que signifique más hegemonía de la
sociedad sobre el Estado, solo puede alegrar a un genuino socialista.
Creer que la solución es tener empresas estatales, bancos y AFPs
estatales, hospitales construidos por funcionarios, escuelas dirigidas
por funcionarios y un largo etcétera, solo conduce al imposible de
intentar paralizar una sociedad cada vez más incontrolable por él.
Transformar en ideal revolucionario el burocratizar, ya se probó un
fracaso para los postergados, los maltratados, los humildes, las
mujeres, los discriminados.
El debate entre capitalistas y socialistas lleva ya tres siglos. Hay
tiempo suficiente para analizar en qué acertó cada cual y en qué no.
Lo resultante hoy, no es lo pronosticado por ninguno de los dos. Hay
ingredientes socialistas que surgen triunfantes de estos tres siglos…
así como los hay también capitalistas. Los triunfantes de ambos se
han transformado en consenso de humanidad.
Este siglo es más socialista que el anterior. Tiene más centralidad en
el trabajo que en el capital. Pero para entenderlo debemos
deshacernos de los constructores de atajos del siglo pasado, con sus
engendros fracasados.
La central teoría de la plusvalía ha triunfado en este siglo y por eso
mismo, se desplomó ese esperpento conocido como URSS y
movimiento comunista internacional. Ya nadie discute que lo que crea
valor es el hombre y sus conocimientos, no el capital material de
rápida obsolescencia.
La visión inicial de creación de valor estaba, como siempre ocurre,
condicionada por la realidad en que entonces se pensaba. No incluyó
todas las variantes de creación de valor por parte del ser humano. Se
congeló el pensamiento en la suerte del “proletario”, categoría social
que se postuló en expansión frente a una cada vez más reducida y
concentrada burguesía. Una sociedad homogénea, solo de “burgueses
y proletarios” (predicción errada de Marx).
Pero poco a poco se impuso la creación humana de valor y se
demostró errada la apuesta por un proletariado en expansión y
pauperización. Surgieron la creación científica masiva, las
profesiones y carreras técnicas, la especialización en cada actividad
productiva, la diversidad creciente. La cada día más potente
contribución humana a la creación de valor, volvió anacrónica la
identidad de “proletario”, de “clase obrera”. Cada vez es más
especialista en algo y si no lo es, pugna por serlo, o que sus hijos
lleguen a serlo. La complejidad y extensión planetaria de la cadena
económica y social profundiza esta realidad y agrega en ella
cuestiones que originariamente no podían verse, aunque hace rato lo
son. Por ejemplo Schumpeter hizo una distinción crucial entre
capitalista y empresario; siendo el primero quien aportaba capital,
pero el segundo quien tenía la capacidad para hacerlo crear riqueza,
con la cual el capitalista no tenía por qué contar. La capacidad
empresarial es otra capacidad humana creadora de valor.
Seguir creyendo que la propiedad del capital material es lo que define
el ser capitalista (pro propiedad privada) o socialista (pro propiedad
estatal) es haberse congelado en el pasado. Es ser incapaz de asumir
el más importante triunfo intelectual del socialismo, quedándose
anclado en una visión decimonónica del socialismo y el capitalismo.
Los capitalistas en cambio, con mayor flexibilidad, rápidamente
pasaron a apropiarse de la “sociedad del conocimiento” y pontificaron
sobre “el capital humano”. La concepción socialista de que es el ser
humano el principal factor de creación de valor, es hoy un consenso
de humanidad.
La versión estatista y funcionaria de socialismo, propia de tiempos
idos donde el Estado ocupaba la cúspide de la pirámide social, se
demostró menos capaz de dar vuelo a esa creación de valor centrada
en el ser humano. El hervidero de una sociedad donde todos pueden
inventar, emprender, imaginar, sin estar sometido al visto bueno
previo de un funcionario, resultó imbatible.
El desafío socialista, como ha sido en cada tiempo histórico, no es
hacer profesión de fe en los dioses que otros crearon.
¿Qué nos pasó?
La derrota sufrida en la última elección presidencial es de una
envergadura solo superada por la derrota de 1973. Se requerirá la
misma entereza y coraje de entonces para enfrentar los errores
cometidos y construir nuevas respuestas.
Es ya evidente que la dirigencia de esa coalición se conformó por el
ansia de volver a estar en el gobierno y no por un proyecto de país o
una coincidencia programática. Lo han confesado públicamente.
Acertaron con la consigna de la “desigualdad”, gran reivindicación de
esa clase media emergente que reclamaba más espacio en “el modelo”,
más certezas de no volver atrás y deseos de seguir avanzando. Fue lo
más lúcido de la coalición. La desigualdad no es visible para la
extrema pobreza, pero sí para la clase media.
El lado oscuro del “modelo” quedó al desnudo con ese 30% de
chilenos que abandonó la pobreza y accedió a la sociedad de consumo,
a la universidad para sus hijos y a la conciencia de diferencias antes
invisibles. Convencidos que lo logrado era por su personal esfuerzo,
asumieron banderas de igualdad, más como oportunidad personal de
subir en la escala social que como sueño igualitario.
La campaña sobre las desigualdades tocó fibras sensibles de las
mayorías y descolocó a una derecha incapaz ideológicamente de
asumir esa bandera; identificó en los empresarios y “los ricos” al
culpable y merecedor del altar de sacrificios; transformó en necesaria
la renegación de su propio pasado político, porque era también el de
desigualdades que ahora se abominaban y prometían erradicar.
Sin embargo ese era solo diseño de referencia, para una coalición con
la mirada más puesta en los tiempos que la precedieron que en el
futuro; también, en la nostalgia de volver como sea y para lo que sea
al aparato estatal. Hizo un paquete indiferenciado con 40 años de
historia. Renegaron de su obra previa. Todo era continuismo,
injusticia, complicidad con los ricos, los dictadores, los abusadores. Se
reinterpretaron los procesos, se tildaron de farsas todas las rupturas
y cambios históricos. Se hizo un listado de las miserias de ese período
de 20 años, que a su juicio solo cambiaba la apariencia de las cosas.
La realidad ha dejado en claro que existía una consigna movilizadora,
pero ni atisbos de programa y menos proyectos estudiados. Ese
batiburrillo de diagnósticos, consignas y promesas, crearon una fosa
infranqueable entre las expectativas de la gente y lo que el gobierno
ofrecía. La improvisación, el exabrupto corregido a destiempo, la
chapucería transformada en habitual, la toma por asalto del botín
estatal con sus miles de “pegas”, los honorarios millonarios, los
honores y privilegios mareadores, fueron su sello.
Tampoco se entendió qué era y anhelaba esa clase media emergente,
transformada en factor central de la política.
Vieron los movimientos de 2011 como estudiantiles, cuando no lo
eran. Los estudiantes fueron solo punta de lanza de un movimiento
clasista y familiar que resentía las diferencias de calidad en la
educación y veía ahogarse en costosos aranceles, sus sueños de
padres. Creyeron ver en esos movimientos la demanda de “cambio de
modelo” cuando la demanda era ensanchar espacios dentro del
modelo. Cuando la familia de la nueva clase media comenzó a
alarmarse con una reforma que agredía a la educación particular
subvencionada donde estudiaba la mayor parte de sus hijos y el
movimiento estudiantil se radicalizó, la “calle” de 2011 se bifurcó. Su
parte estudiantil, en la misma medida de su radicalización, perdió
influencia social; y la otra clasista y familiar, como reflejan las
encuestas, rechazó las reformas educacionales del gobierno que
agredieron su opción educacional por excelencia.
La política se equivocó también en su diagnóstico sobre el impacto de
la reforma tributaria. Era necesaria y hubo propuestas que
recaudaban tanto o más que la actual, entre otras cosas por no tener
impacto negativo en el crecimiento. Los empresarios estaban bastante
resignados a ella. Pero la que se implementó se equivocó con la
empresa, por desconocerla. Cuando más tarde percibió las
consecuencias, el gobierno se alarmó y a poco andar vimos a los
mismos que las descalificaban, llamándolas melosamente a una
“alianza público-privada” y redestinando recursos de la reforma
tributaria a intentar reactivar una economía afectada por esa misma
reforma. Con un mínimo de confianza y conocimiento mutuo, no
hubiera ocurrido lo que ocurrió. Hoy es claro que la reforma no la han
pagado “los ricos”. La pagó el sector productivo del que dependen la
actividad económica, pero se le alivió la carga a los rentistas y
también, nuevamente, la pagó esa clase media emergente. Fue así
como llegamos al hecho inusual de que un aumento de impuestos,
justificado para mejorar la educación, su demanda más sentida, contó
invariablemente con más rechazo que aprobación en la población.
Los errores antes señalados se potenciaron al persistir en ellos,
atribuyendo los rechazos a meras “fallas comunicacionales” o
menospreciándolos, con la arrogancia paternalista de considerarlos
pasajeros, propios de la cultura “conservadora” que resistía a la
“contracultura” progresista naciente.
Todo eso ocurrió antes que detonaran los casos de Penta, Caval, SQM,
etc. Ellos fueron grandes guindas de una torta horneada ya antes. Una
política que imponía reformas que no calzaban con los anhelos de
quienes habían votado por hacerlas, ni tampoco con una economía
sana, se develó además como corrupta, intervenida por intereses
privados y profitadora de influencias nacidas del voto ciudadano.
Caval y SQM provocaron el desfondamiento de la credibilidad en
quien monopolizaba la fe en la política, Michelle Bachelet. Cuando eso
se vino abajo, todo el tinglado de la coalición, cayó en pedazos.
Su real “legado político” fue entregar el gobierno a la derecha, ayudar
a generar una nueva izquierda más radical por el flanco izquierdo de
la tradicional, provocar el fin de la centroizquierda como coalición,
una imagen de corrupción y abuso fiscal y, algo aun más
trascendente: hasta antes del gobierno de la Nueva Mayoría, la
centroizquierda era dueña del prestigio de garantizar buena
gobernabilidad en beneficio de todos. Esa fue razón de su prolongado
gobierno en tiempos de Concertación. Pero en la última elección, fue
la derecha la que profitó de ese prestigio del que antes carecía y que
la Nueva Mayoría le cedió.
El acercamiento inexorable de los eventos electorales desnudó la
ausencia de un proyecto coherente de futuro. Lo demás era ya pasado.
De esa ausencia de proyecto de futuro partimos hoy.
Lógicas comunes antes de proyectos comunes
La realidad se cuela por entre las palabras y adquiere fundamento
práctico la desconfianza ciudadana en la política. Esta ha perdido la
razón de ser que da sentido a su rol social. Una burocracia sin
proyecto de futuro alguno distinto a sí misma, no es capaz de revertir
desconfianzas. Y las naciones fuertes no se construyen principalmente
a partir de su pasado y tradiciones, sino de la capacidad para
consensuar e implementar perseverantemente un proyecto de futuro
que haga sentido a mayorías ciudadanas; y una tras una lógica
compartida.
Allende tuvo proyecto de futuro, todo su gobierno tuvo un propósito
compartido, por más que visto desde hoy resulta legítimo dudar de su
viabilidad histórica y acierto. La dictadura tuvo proyecto de futuro,
por más que formáramos parte de los perseguidos y excluidos. La
Concertación fue aún más: lideró por 20 años un proyecto nacional
con lógicas compartidas que impregnaron todo su quehacer y
transformaron su período en el más exitoso de la historia patria.
El sentido profundo de la política es encarnar un proyecto de futuro.
La despolitización es de su responsabilidad. Tampoco una sociedad
mercantilizada es culpa del mercado. No se puede pedir al mercado lo
que no puede dar y éste, que ha existido y existirá siempre, no
condena a todas las sociedades a ser sus esclavas. Es responsabilidad
de la política contener un proyecto de sociedad que supere y
subordine la parcialidad del mercado.
Todo proyecto de futuro trasciende la duración de un gobierno. Son
lógicas prácticas para dar coherencia a personas y tareas muy
distintas.
La renovación socialista las tuvo y fueron clave en la perdurabilidad
de sus gobiernos. Otras lógicas se requieren para nuevos tiempos,
pero las de entonces mantienen vigencia y el menosprecio a ellas es
una de las razones del fracaso de la Nueva Mayoría:
1) La democracia y los derechos humanos no son relativizables, sino
parte integral de nuestra visión.
2) Los cambios, mientras más profundos, más amplias las fuerzas
sociales y políticas comprometidas con ellos que se necesitan y por
ende más graduales los cambios (en alianza con el centro pueden
haber sido menos llamativos que los de la UP, pero perdurables y sin
retrocesos).
3) La lucha por una sociedad más justa y equitativa es interminable,
no hay triunfo final ni paraíso terrenal, cada avance y cada
generación tienen su tarea pendiente en un mundo cambiante.
4) Rechazo categórico a la violencia y a la lucha armada, no por
razones tácticas, sino porque en ella siempre ganan los violentos y
armados de uno de los bandos, pero nunca los pueblos, que solo
construyen para ellos a partir de la única igualdad que de verdad
iguala el poder de cada uno: el voto.
5) No hay economía viable en el siglo XXI sin una combinación de
mercado y regulaciones que corrijan sus imperfecciones y
distorsiones, sin empresas privadas, sin una política fiscal rigurosa
que asegure a todos equilibrios macroeconómicos indispensables para
que los pueblos no paguen las consecuencias de la irresponsabilidad
fiscal de quienes no quieren límites en sus ansias de repartir y
repartirse, o consideran que la economía es para después del triunfo
final.
6) Toda democracia fuerte es de acuerdos entre los representantes de
una “polis” cada vez más diversa y consciente de su diversidad.
7) Impecabilidad en el ejercicio de la función pública y en el diseño de
políticas públicas, más aun, con un pueblo cada vez más educado,
informado y consciente de sus derechos.
O sea, una cultura, una forma de pararse frente a la realidad,
inspiradora de toda la diversidad de interpelaciones que la sociedad
hace a la política, tejedora de complicidades transversales.
¿Qué puede ser en el Chile de hoy un proyecto de futuro?
1.- Ser descarnadamente crítico con nosotros mismos. No tener piedad
ni permitirnos complacencia alguna, actuar con la implacabilidad con
que tratamos errores de otros que nos afectan gravemente. Debemos
desentrañar a fondo en qué nos equivocamos. Es desgarrador porque
significa un juicio a nosotros mismos, pero si no lo hacemos, es
imposible salir del pantano.
Con todo, la magnitud de esta derrota es distinta a aquella trágica de
1973. Pero, si somos sinceros, la gestión de la Nueva Mayoría nos ha
hecho perder autoridad moral y política para gobernar Chile en
beneficio de las mayorías y de la nación como un todo.
2.- Darle centralidad a nuestra opción por la sociedad, en vez de
hacerlo por el Estado o por el mercado. En eso se juega el nodo de un
reposicionamiento del PS.
En el último tiempo la política ha respondido más a los contingentes
politizados cercanos, a “militantes-clientela” y a burocratizadas
organizaciones sociales avejentadas, de padrinazgo político, que a las
mayorías. O sea, a minorías. Insistir en ello solo prolonga la
bancarrota.
Debemos salir de la trampa dicotómica de Estado versus mercado. Ser
sociedad y no partidocracia. Combatir la privatización de la política y
la vida partidaria, en beneficio de quienes la ejercen a tiempo
completo. Pensar a partir de mayorías que no encajan en los
conceptos que de ella se había hecho la izquierda de los siglos
anteriores. Esas mayorías tienen un arco iris de diversidad y ya no
interpreta a nadie visiones clasistas de ellas, en permanente
enfrentamiento con otras partes de la sociedad. Comprenden que
necesitan un pacto de convivencia nacional que vaya mas allá de ellas
mismas, para que Chile funcione y sus anhelos se satisfagan.
Abominan de la confrontación y el desacuerdo, de las
retroexcavadoras. Quizás se puede hasta ganar una elección, más aún
cuando el voto voluntario facilita rebajar el valor de la mayoría en
beneficio del voto duro. Pero lo que de allí salga no será sino la
prolongación de la lógica parasitaria Estadodependiente de una casta
y no un país del cual las mayorías y también las minorías sean
dueñas.
La desigualdad es un clamor nacional, hay que darle respuesta. La
gran demanda no es el cambio de modelo sino más espacio dentro del
modelo que los sacó de la pobreza. No es igualar, sino dar seguridades
de no retroceder y entusiasmo por la prosperidad individual de
quienes lo logran. Sin reformas que promuevan la protección y la
movilidad social de verdad, no existirá un proyecto de nación. Las
obsoletas respuestas de un igualitarismo y un clasismo “demodé”,
propios de una izquierda de la primera mitad del siglo XX, no están a
la altura del pueblo chileno de comienzos del siglo XXI.
3.- Las mayorías no son “la calle”. Salvo excepciones claras, como la
gran marcha feminista, la calle es lo más cercano a la militancia y en
la medida que más radical sea, menos interpreta a la mayoría. Estas
tampoco aceptan ser representadas por entidades corporativas
apadrinadas por la política, so pretexto que representarían a muchos
en ámbitos específicos. El desprestigio de la CUT, es un caso.
La política está consagrando su destrucción, sumando a su sordera
hacia las demandas de la mayoría, una simulación de escucha vía
otorgar a algunos de la misma casta burocrática, representaciones
sociales que no tienen.
4.- En el siglo XXI ni es posible, ni las mayorías toleran, concebir una
economía sin mercado y sin empresa privada. Pero la empresa tiene
una deuda enorme con su sociedad. No se trata de darles en el gusto,
ni perdonarles sus abusos. Se trata de que las regulaciones los tengan
en vereda, impidan las asimetrías propia de una economía con
tendencia a la concentración como la chilena, desarrolle cultura y
estrictas normas éticas, pero al mismo tiempo darle amplio espacio
para que cumplan su decisivo e irremplazable rol social: generar
crecimiento, empleo y riqueza. Lo demás no es izquierdismo sino
anacronismo.
Por 25 años nuestra población y especialmente su nueva clase media,
hicieron parte de su cultura tres verdades hoy amenazadas: que había
pleno empleo y por ende certeza de trabajo, que todos los años los
salarios reales y su calidad de vida mejoraban un poco y que, así las
cosas, endeudarse para anticipar consumos era de bajo riesgo. La
agresión a estos sentidos comunes ciudadanos está provocando
profundos cambios en la aproximación de la sociedad con la política.
La recuperación de nuestro dinamismo económico es un tema político
central e insoslayable de cualquier proyecto de futuro.
5.- Propiciar y construir una sociedad de la creatividad, la innovación
y el emprendimiento es condición para sobrevivir y prosperar en el
mundo cambiante de hoy. Eso solo puede hacerlo una sociedad libre,
con alas para volar, integrada al mundo. Jamás una sociedad y una
economía estatizadas pueden lograrlo.
El sentido de trabajo en equipo, la capacidad para adaptarse al cambio
y ojalá de anticiparse a él o mejor aún crearlo, la resiliencia en vidas
que arriesgan más altibajos, el estímulo a razonar más que a aprender
cosas estáticas, son requisitos indispensables para la vida humana y
por ende de nuestra vida partidaria.
Eso supone un nuevo paradigma del ser empresario y el socialismo
debe impulsarlo. Las empresas están forzadas a tener conciencia de lo
colectivo y una política social cada vez más activa y sofisticada. En el
mundo de hoy, la empresa se está politizando, en el mejor sentido de
la palabra. Para que le vaya bien en sus propósitos privados, debe
pensar desde los intereses de todos, no solo desde los suyos propios.
Ser parte de la sociedad.
6.- Tampoco hay proyecto de futuro solo basado en el mercado. El
mercado es lo que es. Y entre sus virtudes no se cuenta el luchar
contra el consumismo, o contra la creación de riqueza. Es ridículo y
peligroso intentar “desmercantilizar” el mercado.
La carencia de fondo no es suya. Es el vacío de un proyecto de
sociedad que sea algo más que mercado. El mayor factor de
mercantilización de la vida social es la privatización de la política; la
sustitución de la preocupación por la “polis”, por la preocupación por
la carrera o destino personal. La mercantilización no es sino la
mercantilización de la política. La orfandad de un proyecto de futuro
para todos y no solo para sí.
7.- El cambio de la política es, por lo dicho, condición sine qua non de
un proyecto de futuro. Hay que construir una política culturalmente
distinta a la actual.
Es necesaria una regulación de los partidos políticos que asegure una
democratización, apertura y combate al clientelismo. Este es un nudo
del cambio de la política. La vida de los partidos está degradada.
También la del PS.
Debemos revertir el que los mejores de las nuevas generaciones
huyan de la política, porque eso deteriora la calidad de su
reclutamiento. Son muy pocos y raramente los mejores, quienes hoy
cruzan las puertas de los partidos. Las primarias abiertas, para las
candidaturas de representación popular de los partidos debería
implantarse y puede ser sano establecer límite a las reelecciones, así
como una cantidad de candidaturas mayor al número de cargos en
disputa para abrir más oportunidades a los no incumbentes.
El voto voluntario y la alta abstención consecuente, potencian el voto
duro y por ende el valor electoral de esa minoría más militante que
cada vez es menos querida por la mayoría. Esto debe ser cambiado si
queremos escuchar a mayorías ciudadanas cuyo voto es hoy cada día
más blando y distante de la militancia.
Pero junto a esto, se necesita otra cotidianeidad de la política. Pensar
el país, formarse, vivir con la ciudadanía, debatir, preocuparse por la
formación y cultura política de la militancia. La política requiere
buenas políticas públicas, pero es más que eso. Es construir un
sentido compartido para la vida en sociedad.
8.-El mundo cambia a velocidad creciente arrastrado por los frenesís
de la revolución científico-técnica y digital. Todo está cambiando. La
medicina por la biotecnología y la enormidad de variantes nacidas de
la revolución digital, la educación y la obsolescencia rápida de los
conocimientos, la robótica, la gestión a distancia gracias a la “internet
de las cosas”, la revolución que la inteligencia artificial nos anuncia.
Millones de trabajos nacen y se destruyen. Capacidades y
competencias que hoy no existen, serán la demanda de mañana. La
libre competencia global será la bandera de los pobres del mundo
frente al proteccionismo de los países centrales afectados por los
avances igualadores de oportunidades de crecimiento con países del
Tercer Mundo.
Así mismo, debemos prepararnos para un mundo más tensionado y
cambiante por su paso a realidad multipolar. Los próximos decenios
estarán marcados por la interacción permanente entre EEUU, China e
India, los tres colosos globales de este siglo.
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Todo esto, no ha estado jamás en las grandes definiciones del PS. Lo
desafiante y urgente es que está ya en las mentes y la vida cotidiana
de toda la sociedad.
En otras palabras, hay una visión de país para 30 o 50 años que
debemos construir y compartir. La derrota vivida, el cambio
vertiginoso de la vida humana, la crisis de las elites y de sus
paradigmas, transforma en condición de sobrevivencia un PS con un
nuevo decálogo, nacido del análisis descarnado de lo que nos ha
llevado donde estamos y dotado con contenidos propios del siglo XXI.
Es una concepción de ser socialista la que se agotó.
20190529