sábado, febrero 18, 2012
Los tomates y la educación. (Un artículo malito no +)
Hay dos maneras de ser idiota. El ser humano ha demostrado plena competencia en ambos. Ha explorado sus extremos, pero en su movimiento pendular no ha sabido encontrar el centro. Nos referimos – como no – al tema del mercado.
¿Cuáles son las dos expresiones de la estupidez? La primera es negarlo. Se ha intentado muchas veces en diferentes épocas y lugares. Se captura al público, por voluntad o por la fuerza, con argumentos como el de la bondad y la justicia, de que debieran estar todos los bienes a disposición de quien los necesite y en una cantidad y calidad adecuada. Todos sabemos a dónde conduce aquello: la escasez, el mercado negro, la corrupción. Al final, no existe ni justicia ni nada. Un desastre.
Obviamente, la segunda estupidez, acaso más voluminosa aun, es dejar al mercado como árbitro regulador de todas las necesidades humanas. Cuando se pasa de la primera estupidez a la segunda, todos los problemas parecen solucionarse como por arte de magia. Donde no había pollos, ni azúcar, ni harina, ni carne, aparecen de pronto todos estos productos en abundancia. Más caros, desde luego, pero los hambrientos se sienten en Jauja y no les importa pagar unos pesos, o rupias, o dinares, o dólares más.
Pero tal como el primer desvarío humano produce los males ya citados, el paso a la segunda sinrazón tendrá también sus consecuencias. El motor del sistema de libre mercado es el dinero, el lucro. Preguntarán sus defensores (sí, todavía los hay y muchos): ¿Qué tiene de malo una justa recompensa por los servicios ofrecidos? No cabe sino responder: Nada. Todos trabajamos para obtener una recompensa en dinero que nos permita vivir. Ya sea que conduzcamos el metro, enseñemos en la escuela, hagamos pan o diseñemos casas. Nada de malo hay en desempeñar una función rentada. Pero ocurre que cuando el mercado es el único emperador que rige nuestras vidas, aquella sana ambición se transforma en malsana codicia. Esta última es una enfermedad mental que provoca un ansia de adquirir dinero sin límite alguno. Más allá de toda racionalidad. El codicioso no tiene freno, ninguna cantidad es suficiente. Pasa sin darse cuenta el punto en que sus bienes son suficientes para dar una vida de reyes a varias generaciones sucesivas.
Pero el enfermo no piensa en aquello, inmerso en su actividad lúdica que consiste en tener más que su vecino, sus familiares, sus amigos, si le queda alguno. Nada lo satisface, nada lo hace feliz. Como todo enfermo mental, el sujeto dominado por la codicia es profundamente desgraciado. Pierde sus contactos humanos, su autoestima no se sustenta más que en el volumen de su cuenta bancaria. Paulatinamente se va alejando de las emociones, de la risa, del goce simple de una buena comida. Paradójicamente, se siente inseguro, incomprendido y mal querido.
Pues bien, en ese tipo de personas hemos confiado para que administren nuestra economía. Obviamente, sus parámetros no tienen ninguna relación con nuestra lógica. Destaca en su curioso léxico el verbo optimizar. RAE lo define como la mejor manera de realizar una actividad. El común de las personas entenderán por ello una manera que logre el mejor resultado con el menor costo. Los adictos del mercado y en fases avanzadas de contagio con el virus de la codicia entenderán otra cosa. Optimizar es obtener una mayor ganancia de dinero a cualquier costo. Para ello, son capaces de envenenar a las personas con toxinas, desarrollar remedios que causan más enfermedad que salud, crear vicios para vender sus productos, y toda otra suerte de tropelías para lograr su único y solitario fin, que es el de engrosar sus billeteras.
Pero volvamos a un tema muy de moda en el mundo entero: la educación. Se trata de un bien inmaterial, difícil de medir y cuyos frutos sólo se verán con los años, cuando sea demasiado tarde para hacer efectiva una hipotética garantía. Nadie puede ir a la edad de cincuenta años a su escuela y exigir una indemnización por la mala calidad de lo que le entregaron como educación. No funciona como el hecho de vender tomates en la feria y competir con otros tomates en precio, calidad, sabor y tamaño. Crear un sistema educativo que cubra las necesidades del país es un trabajo conjunto de toda la sociedad, ejecutado por sus mentes más brillantes, personas de probidad e intenciones demostradas a lo largo de una vida. Mujeres y hombres sabios que estén más allá de toda sospecha. Aunque escasos, en toda sociedad se encuentran individuos de esa especie. También se debe recurrir desde luego, a referentes de otros países y de otras épocas.
Un trabajo arduo y extenso que debe contar con aportes generosos, paciencia infinita y un cierto rigor en la hora de tomar decisiones. Algo que hemos postergado demasiado tiempo y que nuestros estudiantes han sacado a la luz. Hemos encontrado nuestros problemas y nuestras contradicciones envueltas en telarañas y olor de moho y humedad. Recuperarla es una tarea impostergable y de primera prioridad.
Lamentablemente, quienes nos gobiernan parecen haber tomado otra senda. Adoradores del mercado, han desechado toda insinuación que se refiera a sus evidentes carencias. Con insistencia majadera, quieren confiar al mercado la solución de los graves problemas que acusa nuestra educación. Han hecho mofa de nuestros temores, han ignorado nuestras razones.
De manera que tendremos una educación optimizada en el lucro, que es su principal fin. Su prohibición se circunnavegará para burlar las mínimas trabas legales. La mugre se barrerá bajo la alfombra. Nuestra educación seguirá cuesta abajo. Muchos de nuestros jóvenes no sabrán leer, y si aprenden a deletrear, no serán capaces de comprender un texto básico. Su ignorancia los hundirá cada día más en la miseria. La única prioridad es la de terminar con las protestas y sacar a la gente de la calle. Para lograrlo, se está dispuesto a asumir el costo de una baja de intereses bancarios, algunas becas suplementarias, dos o tres retoques estéticos al sistema que lo hagan menos odioso y la creación de un fondo fantasma que se desvanece en su fatuidad.
En el interior del alma de nuestro país habita una pena, una enorme frustración, una sensación de despojo. Cuando se está muy al oeste de la vida, en la proximidad del ocaso, se puede refugiar uno en los recuerdos de días más tibios y brisas más amistosas. Cuando se es joven, este dolor se traduce en rabia, sensación de impotencia y rebeldía. El país enferma y se torna febril. Agoniza el diálogo, aflora el fanatismo. Las posiciones se hacen irreconciliables, se rompen los vidrios ante el estridente ruido de la ira.
Tenemos que aprender que el mercado es el mejor sistema para producir, transportar y vender tomates. Insuperable. No cabe discusión alguna. Pero es absolutamente incapaz de producir y repartir educación o salud. Ciego en su afán de ganancias, nos hundirá en un negro océano de ignorancia y enfermedad.
Os deseo sabiduría, fervor y paciencia. Y fuerza suficiente para verterla en generosidad.
viernes, febrero 17, 2012
Over-regulated America
United States' economy
Over-regulated America
The home of laissez-faire is being suffocated by excessive and badly written regulation
Feb 18th 2012 | from the print edition The Economist
AMERICANS love to laugh at ridiculous regulations. A Florida law requires vending-machine labels to urge the public to file a report if the label is not there. The Federal Railroad Administration insists that all trains must be painted with an “F” at the front, so you can tell which end is which. Bureaucratic busybodies in Bethesda, Maryland, have shut down children’s lemonade stands because the enterprising young moppets did not have trading licences. The list goes hilariously on.
But red tape in America is no laughing matter. The problem is not the rules that are self-evidently absurd. It is the ones that sound reasonable on their own but impose a huge burden collectively. America is meant to be the home of laissez-faire. Unlike Europeans, whose lives have long been circumscribed by meddling governments and diktats from Brussels, Americans are supposed to be free to choose, for better or for worse. Yet for some time America has been straying from this ideal.
Consider the Dodd-Frank law of 2010. Its aim was noble: to prevent another financial crisis. Its strategy was sensible, too: improve transparency, stop banks from taking excessive risks, prevent abusive financial practices and end “too big to fail” by authorising regulators to seize any big, tottering financial firm and wind it down. This newspaper supported these goals at the time, and we still do. But Dodd-Frank is far too complex, and becoming more so. At 848 pages, it is 23 times longer than Glass-Steagall, the reform that followed the Wall Street crash of 1929. Worse, every other page demands that regulators fill in further detail. Some of these clarifications are hundreds of pages long. Just one bit, the “Volcker rule”, which aims to curb risky proprietary trading by banks, includes 383 questions that break down into 1,420 subquestions.
Hardly anyone has actually read Dodd-Frank, besides the Chinese government and our correspondent in New York (see article). Those who have struggle to make sense of it, not least because so much detail has yet to be filled in: of the 400 rules it mandates, only 93 have been finalised. So financial firms in America must prepare to comply with a law that is partly unintelligible and partly unknowable.
Flaming water-skis
Dodd-Frank is part of a wider trend. Governments of both parties keep adding stacks of rules, few of which are ever rescinded. Republicans write rules to thwart terrorists, which make flying in America an ordeal and prompt legions of brainy migrants to move to Canada instead. Democrats write rules to expand the welfare state. Barack Obama’s health-care reform of 2010 had many virtues, especially its attempt to make health insurance universal. But it does little to reduce the system’s staggering and increasing complexity. Every hour spent treating a patient in America creates at least 30 minutes of paperwork, and often a whole hour. Next year the number of federally mandated categories of illness and injury for which hospitals may claim reimbursement will rise from 18,000 to 140,000. There are nine codes relating to injuries caused by parrots, and three relating to burns from flaming water-skis.
Two forces make American laws too complex. One is hubris. Many lawmakers seem to believe that they can lay down rules to govern every eventuality. Examples range from the merely annoying (eg, a proposed code for nurseries in Colorado that specifies how many crayons each box must contain) to the delusional (eg, the conceit of Dodd-Frank that you can anticipate and ban every nasty trick financiers will dream up in the future). Far from preventing abuses, complexity creates loopholes that the shrewd can abuse with impunity.
The other force that makes American laws complex is lobbying. The government’s drive to micromanage so many activities creates a huge incentive for interest groups to push for special favours. When a bill is hundreds of pages long, it is not hard for congressmen to slip in clauses that benefit their chums and campaign donors. The health-care bill included tons of favours for the pushy. Congress’s last, failed attempt to regulate greenhouse gases was even worse.
Complexity costs money. Sarbanes-Oxley, a law aimed at preventing Enron-style frauds, has made it so difficult to list shares on an American stockmarket that firms increasingly look elsewhere or stay private. America’s share of initial public offerings fell from 67% in 2002 (when Sarbox passed) to 16% last year, despite some benign tweaks to the law. A study for the Small Business Administration, a government body, found that regulations in general add $10,585 in costs per employee. It’s a wonder the jobless rate isn’t even higher than it is.
A plea for simplicity
Democrats pay lip service to the need to slim the rulebook—Mr Obama’s regulations tsar is supposed to ensure that new rules are cost-effective. But the administration has a bias towards overstating benefits and underestimating costs (see article). Republicans bluster that they will repeal Obamacare and Dodd-Frank and abolish whole government agencies, but give only a sketchy idea of what should replace them.
America needs a smarter approach to regulation. First, all important rules should be subjected to cost-benefit analysis by an independent watchdog. The results should be made public before the rule is enacted. All big regulations should also come with sunset clauses, so that they expire after, say, ten years unless Congress explicitly re-authorises them.
More important, rules need to be much simpler. When regulators try to write an all-purpose instruction manual, the truly important dos and don’ts are lost in an ocean of verbiage. Far better to lay down broad goals and prescribe only what is strictly necessary to achieve them. Legislators should pass simple rules, and leave regulators to enforce them.
Would this hand too much power to unelected bureaucrats? Not if they are made more accountable. Unreasonable judgments should be subject to swift appeal. Regulators who make bad decisions should be easily sackable. None of this will resolve the inevitable difficulties of regulating a complex modern society. But it would mitigate a real danger: that regulation may crush the life out of America’s economy.
Opinión en The Guardian
Garzón’s extraordinary contribution to law
As human rights lawyers, we express our grave concern at the decision of the Spanish supreme court to ban Judge Baltasar Garzón from judicial office for 11 years for having authorised the wiretapping of communications between detainees and lawyers in the course of an investigation into high-profile crime and political corruption involving members of Spain’s ruling party (Report, 14 February). Irrespective of human rights implications of wiretapping in such circumstances, we believe there are serious grounds for believing that Judge Garzón has been the victim of a miscarriage of justice.
Since he was appointed magistrate of the Spanish Audiencia Nacional in 1988, Judge Garzón has fearlessly and successfully investigated significant cases relating to drug-trafficking, terrorism (including state-sponsored death-squads used by the Spanish government), organised crime, money-laundering and political corruption, putting his and his family’s lives at risk.
His contribution to international human rights law has been extraordinary. A pioneer of the concept of universal justice, he ordered the arrest of General Pinochet in 1998, and investigated the Chilean and Argentinean dictatorships for crimes against humanity. In 2006, he declared himself competent to investigate alleged crimes against humanity committed by the Franco regime. The Spanish supreme court prosecuted him for this in 2009. This fact, coupled with the limited changes undergone by the Spanish judiciary since Franco, make it difficult not to believe that Judge Garzón is the victim of a witch-hunt.
His case raises concerns for the rule of law. Judge Garzón has consistently acted without fear or favour to advance international human rights law. His is a great loss not only to Spain, but to the whole system of international justice. We fervently hope he will succeed in vindicating his name.
Albert Llussà Solicitor and advocat, Professor Ray Murphy Irish Centre for Human Rights, Vinodh Jaichand Professor of human rights, University of the Witwatersrand and 26 others
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